Todo lo que nos sucede por primera vez deja en nosotros una huella imborrable. Con apenas doce años vi la película '2001: una Odisea en ... el espacio', donde un astronauta hacía footing por el interior de una nave en anillo, mientras esta giraba al compás del 'Danubio azul'. Desde entonces, 'Odisea' significa para mí viaje angustioso en soledad a través de un negro profundo y estrellado.
Este sentido de 'Odisea' ha vuelto las últimas veces que he bajado a la calle. En estas tres semanas de corona-vacío nadie habita nuestras plazas y paseos, son como fantasmas, incluso a la luz del día. Han dejado de pertenecernos y se alejan de nosotros en el espacio ingrávido. La luz tan viva de Málaga no logra mitigar la sensación de inquietud que corre por nuestras calles, donde los pocos transeúntes que uno ve son, como los habitantes de aquel mar interminable de 'Waterword', prisioneros de sus naves sin tierra.
Ahora, más que nunca, es perceptible que la ciudad es mucho más que sus edificios. También, que este invento nuestro de vivir en pisos, unos encima de otros, tiene su propio equilibrio. Vivimos en una interminable cadena calle-edificio-calle-edificio y al perder las calles perdemos los eslabones que enlazan nuestra vida al mundo.
Ya no veo qué hay más allá de la primera esquina. El resto de la ciudad es ahora una suma de imágenes digitales en mi móvil. La realidad ha huido a refugiarse en nuestras pantallas táctiles y la ciencia-ficción ha saltado de las salas de cine a nuestros lugares. Sin nuestros pasos, la ciudad toma distancia y se vuelve inconmensurable. Si intento recordar ahora otros barrios por los que antes a diario me movía, se me antojan planetas que nunca podré pisar; la autovía A7, la 340, la calle rodada de nuestra costa por la que tantas veces he hecho ida y vuelta, se me asemeja a la Vía Láctea, mientras que otras ciudades las sueño como otras galaxias.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión