Contra la nostalgia de aquel centro
EL FOCO ·
Como existe la percepción de cierta saturación, muchos malagueños optan por comer o cenar por sus barriosMi primer recuerdo del centro de Málaga es una calle Beatas que olía a pis, una noche de marcha adolescente, cuando nos creíamos más rebeldes ... porque abandonamos por una vez Pedregalejo y nos adentramos en un garito que se llamaba Santa, donde servían chupitos de tequila. O eso creo recordar. Aquella noche iba con un grupo de amigos entre los que estaban un futuro escritor de novelas de ciencia ficción de éxito y otro que acabaría una época en la cárcel de Alhaurín de la Torre. Pero entonces no sabíamos qué nos podía deparar el futuro. Era imposible vislumbrar un centro al que se le fuera a criticar porque, al hacerse atractivo, expulsara de él a los malagueños de toda la vida, según quejas más o menos habituales A esos malagueños que ya por entonces estaban siendo expulsados del centro porque todos conocíamos a amigos que habían vivido por allí y se habían mudado a pisos con jardines comunitarios, barrios de calles más limpias. Ahora leemos algunas de esas protestas y parece que lo que aquí ha ocurrido en los últimos años es que miles de adanes y evas fueron expulsados del paraíso y no lo hicieron voluntariamente. Pero, sí, lo que hay es adanismo. A lo mejor es que son muy jóvenes y no saben cómo era el centro. Aquel centro. Recordemos.
Porque yo he visto el muro de las Catalinas con prostitutas viejas en camastros a la vista mientras señores mayores las miraban como ganado. He pasado miedo por la zona de Camas, donde ahora hay un parquecito infantil repleto de niños a diario, lo que demuestra, por otra parte, que, vaya sorpresa, resulta que sí hay gente que debe de vivir en el centro. Esas familias que llevan a sus hijos al maravilloso colegio de Prácticas número 1, donde el equipazo que lidera Natalia Reina hace malabares de esfuerzo y entusiasmo para dar lo mejor a los niños de inmigrantes magrebíes y a los hijos de nómadas digitales noruegos. Todos esos padres con los que me cruzo a diario en la puerta de la guardería de Tomás Heredia, una calle, por cierto, con un restaurante, La Dispensa Italiana, de menú delicioso, cerca de una tienda gourmet de quesos, Picnik, en la que te explican los pormenores de la curación de una firma de un pequeño pueblo de León. Por allí, en el Santa, distinto al del principio del artículo, te ponen un café delicioso y unos bizcochos muy caros pero, a unos metros, dos bares de siempre siguen sirviendo pitufos mixtos y mitad con leche que casi nunca llega tan templada como la pides. Una calle muy viva.
Llegamos así a una de las críticas recurrentes sobre la turistificación del centro: la pérdida de identidad. ¿Que hay un par de calles y plazas llenas de restaurantes de paellas de quinta gama a las doce de la mañana? Sí. ¿Nos obliga alguien a consumirlas? ¿Ha desaparecido de Málaga la posibilidad de tomar gazpachuelo, caldito de pintarroja o buen pescaíto? ¿Puede ser incluso que ahora se sirvan más y de mejor calidad?
Los apartamentos turísticos han tensionado el mercado inmobiliario
Como me apunta mi amiga Olga Rusu, la mente más perspicaz siempre de guardia, se está produciendo un fenómeno que debemos agradecer: como existe la percepción de cierta saturación del centro y su restauración, muchos malagueños optan por quedarse a comer o cenar por sus barrios. Incluso visitantes. El otro día me decían unos amigos que conocen a vecinos de Melilla que acuden a restaurantes de Teatinos. Ya hace tiempo que, en estas páginas de SUR, se contaba la efervescencia gastronómica en un bulevar de Bailén-Miraflores. En Carretera de Cádiz cada vez hay más sitios que se salen de lo habitual. ¿Nos quejamos?
Vayamos a calle Córdoba. La conozco muy bien. De allí partía el Portillo a Torremolinos, el que teníamos que coger esas extrañas criaturas que manteníamos vínculos con las dos Málagas: la del Este y la del Oeste. Era una calle oscura, como de chiste de Chummy Chúmez, con un señor amputado que tenía un puestecillo de cupones y tabaco, al que hacían compañía algunas chicas de minifalda cortísima y pinta de vender placeres en negro. Se saludaban con los carteristas mayores habituales que trataban de birlar la cartera a los guiris que se subían al autobús. Los conductores del Portillo siguen cerrándote las puertas en las narices &ndashno los he visto más desaboridos&ndash en el Muelle de Heredia, donde huele fatal a orina, pero calle Córdoba ha cambiado radicalmente: desde el hotel de Soho Boutique a la tienda de Lupi de sprays de grafittis y ropa de skaters, al teatro de Antonio Banderas, el Tercer Acto o la amabilidad de Frank en su peluquería, sacando lo mejor de las cabelleras, ¿En serio hay quien prefiere aquella calle Córdoba tristona? Se lo puede hacer mirar.
¿Quiere decir esto que no hay problemas de exceso de éxito? No. Se puede mejorar el ruido. Se puede conseguir que, igual que con las multas de tráfico en Europa, lleguen sanciones a los que incumplen la normativa a sus ciudades. Que nadie se comporte aquí como no se le permite en sus países de origen. Que la Policía Local acuda cuando se le requiera. Que no se pasen los negocios de hostelería ni una mesa de las autorizadas, ni un minuto de sus horarios de apertura.
Los apartamentos turísticos han tensionado el mercado inmobiliario, lo mismo que la llegada de los trabajadores cualificados extranjeros. La escasez de viviendas asequibles de alquiler es un problema innegable que alguna autoridad ha tardado en ver. La solución primera debería ser una gestión urbanística ágil, que pusiera a disposición inmediata de promotores privados o públicos suelos residenciales con procedimientos que no tardaran años en cumplirse. No hay mucho más. De eso, no tienen la culpa los nuevos habitantes de Málaga ni los que vienen ocasionalmente.
Por eso, escuchar a algún político de izquierdas un mensaje de que «Málaga para los malagueños» alucina por lo paradójico de lanzarlo en una ciudad que lleva el Muy Hospitalaria en su escudo; en un sitio que, desde los fenicios, ha sido acogedor con los de fuera; un enclave en el que nadie presume de ocho apellidos malagueños. Tanto o más alucinante que constatar que existen nostálgicos de un centro que nunca existió.
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