La misión de la cultura
Cuando la cultura se convierte en consumo, merece la pena recordar su verdadera misión: compartir conocimiento y dignidad
Javier Becerra Seco
Licenciado en Historia. Exdirector de Cultura de la Diputación de Málaga
Lunes, 27 de octubre 2025, 01:00
En estos años en que se multiplican las exposiciones y las actividades culturales en la ciudad y la provincia de Málaga - como ocurre, en realidad, ... en casi todo el mundo- conviene recordar que no siempre fue así. Hubo un tiempo en que la cultura se sostenía más en la fe que en los recursos y acercarla era muy complicado por la falta de equipamientos e infraestructuras; una época en la que el entusiasmo y el compromiso suplían la escasez de medios. Aquella dificultad nos recuerda, en clave histórica, la importancia de la huella que la Generación del 27 dejó en las Misiones Pedagógicas.
Surgidas en 1931 por iniciativa del Ministerio de Instrucción Pública y bajo la dirección de Manuel Bartolomé Cossío, discípulo de Francisco Giner de los Ríos, las Misiones no tenían un vínculo directo con el 27; la relación llegó después, cuando algunos de sus miembros pusieron su talento al servicio de aquel proyecto que quería acercar la cultura a las zonas rurales con más analfabetismo.
Entre quienes participaron destacan Lorca, con su compañía teatral La Barraca; Alberti, Cernuda y los malagueños Prados, Altolaguirre y María Zambrano, cercana al grupo por amistad.
Sigo creyendo que, como en aquellas primeras Misiones, lo esencial está en compartir experiencia y conocimiento
La huella de estas Misiones también se dejó sentir en nuestra provincia con sus bibliotecas ambulantes y su Museo del Pueblo, que acercaron a sus vecinos el arte, la literatura y el cine. Entre 1932 y 1934, los misioneros pedagógicos recorrieron localidades como Ronda, Antequera, Vélez y municipios del Valle del Guadalhorce.
Siempre me llamó la atención que el término misiones, tan ligado a lo religioso, adquiriera en la República un sentido laico: llevar cultura y progreso a los rincones más olvidados. Aquellas Misiones, fruto del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, defendían una educación laica, libre de dogmas, apoyada en la ciencia y con una dimensión ética y humanista muy avanzada para su tiempo. Esa experiencia protagonizada por jóvenes estudiantes e intelectuales, cargados de entusiasmo y buena voluntad, recorrió aldeas y pueblos de las zonas más aisladas de España. Querían que la cultura dejara de ser un privilegio urbano y llegara al mundo rural. No se trataba solo de mostrar un libro o un cuadro: era un gesto de ennoblecimiento. Decirle a un campesino analfabeto que Velázquez o Cervantes también le pertenecían.
Con el restablecimiento de la democracia, después de tantos años de aislamiento, algo parecido volvió a ocurrir en España, aunque en una escala diferente y en unas circunstancias muy distintas. España necesitaba modernizarse y, junto a las carreteras y los centros de salud, llegaron programas culturales que ofrecían a los pueblos participar activamente en los procesos creativos. Fui testigo de cómo una pequeña población podía transformarse durante unos días con un ciclo de cine, un concierto de música, un taller de teatro en la plaza o una exposición de grabados de Picasso o Miró. El contraste con lo que ocurre hoy es enorme. Hemos pasado de ejercer una labor pedagógica constante a vivir en una sociedad en la que la cultura se ha convertido en un bien de consumo más.
Y aquí me asalta una duda: es innegable que hemos ganado mucho. Nunca ha habido tantas oportunidades para ver, leer, escuchar y disfrutar. Nunca la cultura fue tan accesible. Pero también me pregunto si no estamos corriendo el riesgo de confundirla con puro entretenimiento. En un mundo en el que todo se consume con la misma rapidez con la que se olvida, ¿qué espacio queda para la hondura, para la reflexión, para esa chispa transformadora que tenían las Misiones de los años treinta o los primeros programas culturales de la democracia?
La cultura de masas -radio, cine, televisión e internet- ha hecho posible que lo culto y lo popular convivan y se confundan. Hoy, un adolescente en una aldea puede acceder desde su móvil a las imágenes del telescopio James Webb o escuchar en directo a un poeta recitar desde el otro lado del mundo. Esa democratización es maravillosa, pero también trae consigo la fragilidad de lo efímero. El reto de nuestro tiempo quizá consista en mantener un equilibrio. Que la cultura pop, con toda su energía, no devore a los clásicos ni diluya la memoria; y que la alta cultura, con toda su tradición, no vuelva a ser cosa de minorías. Porque, al fin y al cabo, la cultura no son solo colas en una exposición ni cifras de asistencia: es la manera en que una comunidad se reconoce en sus símbolos y se proyecta hacia el futuro.
Yo sigo creyendo que, como en aquellas primeras Misiones, lo esencial está en compartir experiencia y conocimiento. En que la cultura no se viva como mercancía, sino como vivencia. En que, al salir de un concierto o de una exposición, no solo hayamos pasado un buen rato, sino que algo dentro de nosotros se haya movido. Esa sigue siendo, para mí, la verdadera misión.
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