Miserables
Llevamos el odio al adversario incrustado en el ADN. Incluso en tiempos de pandemia
Ando algo abatido, desconcertado, he de admitirlo. No tanto por el encierro, al que uno acaba acostumbrándose como a lidiar con el miedo, como por ... el escepticismo que empieza a invadirme cara al día después. A eso de cómo seremos cuando acabe el confinamiento e incluso más adelante, cuando seamos capaces de mirarlo con perspectiva. Sí, ya sé que ahora estamos todos imbuidos de ese espíritu del 'Saldremos', de lo cual no tengo ninguna duda. Más incertidumbre me genera eso de que, cuando todo pase, hayamos aprendido la lección y nada volverá a ser lo mismo. Ahí, qué quieren que les diga, empieza a flaquearme la esperanza. Y ojalá me equivoque. Porque basta un vistazo a las redes sociales para comprobar que, en efecto, poco o ningún arreglo tenemos. Perdonen la suspicacia, pero es que uno ve los chistes o bromas a propósito del positivo por Covid-19 de Fernando Simón o de la muerte de la madre del expresidente Aznar y, en fin, no puede más que ratificarse en la certeza de que hay miserables tanto a izquierda como a derecha.
Lo del odio al adversario lo llevamos incrustado en nuestro ADN. Ahí está la Historia, plagada de guerras civiles, traiciones, delaciones, inquisiciones y chivatos sufragados con dinero público. Suficiente sufrimiento nos ha proporcionado esta rabia fratricida a lo largo de nuestros siglos como para creer que, esta vez sí, cuando hayamos dejado atrás el pánico y se vaya apagando el eco de los aplausos en los balcones no corramos el riesgo de volver a caer en nuestros usos y costumbres.
Viendo el léxico empleado por unos y otros durante estos días, incluso con insultos para juzgar la acción del Gobierno Sánchez ante una pandemia hasta ahora desconocida en el mundo entero, no he podido evitar recordar un memorable fragmento del discurso pronunciado por Unamuno en febrero del 36 durante su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Oxford: «Yo me he negado ya a hablar en público en España, porque allí nadie oye a nadie. El español ha confundido el gesto con el esfuerzo. Y España se hunde». ¿Les suena?
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