Sin miedo a no ser moderno
EL FOCO ·
Ahora que se acerca la Semana de la Arquitectura, nunca está mal abrir debates de cierta polémica que, a modo socrático, comienzan con preguntasPaseaba el otro día por Madrid, por ese entramado de calles magníficas entre El Retiro y El Prado, cuando me quedé embobaba observando un portal. ... Cualquiera. Cualquiera de ese barrio, claro. Los artesonados de madera. Las puertas. Las rejas en los balcones de al lado. Hasta un buzón de forja con la palabra 'Prensa' encima. Eso es lujo. Esa casa, un periódico en el desayuno y estar rodeada de belleza. Todas las fachadas de la zona estaban llenas de elementos decorativos. Podías pasarte un rato descubriendo detalles. Los arquitectos de entonces, pensé, tenían que trabajar irremediablemente con maestros de oficios que dominaran la madera, la piedra, la forja, el vidrio, la cerámica o incluso la pintura para hacer trampantojos. Y, sí, con eso mismo, por supuesto, se pueden hacer casas espantosas que hagan echar de menos un minimalista cubo blanco. Pero, bien manejado, el ornato en la arquitectura suele ser lo que, a muchos, nos acerca a la belleza y a esa apreciación de la misma que suele hacernos más felices. De ahí, por cierto, que produzca desazón comprobar cómo eran los colegios de antes y cómo son los de ahora. Y entristezca más todavía que en Málaga no sepamos mantener como la joya que es, debidamente restaurado y pintado con mimo, el Colegio de Prácticas número 1, en la plaza de la Constitución.
Ahora que se acerca la Semana de la Arquitectura, nunca está mal abrir debates de cierta polémica que, a modo socrático, comienzan con preguntas. ¿Por qué gusta más la arquitectura antigua que la moderna? Tengamos en cuenta que hablamos de generalidades, o sea, precisamos que hay arquitectura moderna maravillosa y edificios antiguos que no merecen ninguna admiración. Pero, por lo general, ¿estamos de acuerdo en que la gente admira más el barrio de Santa Cruz de Sevilla que Sevilla Este? ¿Casas que quedan en pie en El Limonar que las proyectadas luego encima de otras derribadas? ¿Por qué ocurre?
La vida te va enseñando el miedo que tienen muchos a que los identifiquen con otro tipo de gente con los que pueden compartir sólo alguna idea pero disentir en otras muchas. Puede ocurrir que los haya que quieran ir de modernos porque, de lo contrario, les pueden identificar con personas que consideran casposas, cursis, ñoñas, horteras, acomplejadas, etc. Que crean que, si dices que en un proyecto nuevo quieres recrear modos antiguos, sólo estés pensando en balaustradas de escayola y espantos neoclásicos de columnas.
Gaudí fue de los últimos arquitectos que usaron profusamente el ornato y los oficios artesanos
Y es entonces cuando se crean los falsos consensos. El de la modernidad por la modernidad en la arquitectura. Como algunos representantes de la profesión tienen una retórica envidiable, son capaces de hacer que olvidemos el daño que hizo, en nombre de la modernidad, mucha edificación de los años 70, tan horrenda que, sinceramente, el hotel de Moneo puede hasta defenderse al lado de edificios próximos de aquella década que nos dejó también ejemplares en la Alameda o el mismo edificio del Café Central en la plaza de la Constitución. Café, por cierto, camino de ser una taberna irlandesa en manos de un fondo sueco con otro bar del estilo en Puerto Banús, lo que confirma la tendencia a la costalización de Málaga. Tirando de ese hilo, llegamos a Alfonso de Hohenlohe y su lucha por que el puerto de Marbella tuviera aires mediterráneos y no fuera una hilera de torres proyectadas por Lamela, como llegó a estar previsto. Cerca de la plaza de la Constitución y de ese horror de edificio está, sin embargo, el que alberga el restaurante Perro Viejo, en la plaza de San Juan de Dios, que se podrá visitar de la mano de su arquitecto, Antonio Díaz, en la Semana de la Arquitectura. Así podremos ver lo que es creer en la belleza de los detalles y en la necesidad de recuperar edificios que, hace 15 años, parecían anodinos.
En la revista 'Current Affairs', Nathan J. Robinson se preguntaba en un reportaje que cuándo iba a llegar la revolución a la arquitectura y, por si hubiera dudas, empezaba diciendo que la contemporánea es muy aburrida y uniforme. Como dijo mi amiga Mariví al ver las fotos sobre algunos premios Pritzker, eran «el sueño del encofrador». Y no tenemos nada en contra de la arquitectura en hormigón, convenientemente aderezada con verde vegetal. Robinson es un opinador de izquierdas que sabe que, si la modernidad se identifica con la ausencia de belleza, es posible, lo estamos viendo, que haya una reacción conservadora.
Y la belleza no tiene por qué ser ostentosa. Puede ser simple, artesanal. Lo pensaba el otro día en una casa en Monte Sancha que fue un hotel exquisito de Eugenia Gross: allí, mirando una maceta de la colonia de Santa Inés, unos jazmines en el suelo. Ya no hacen aquellas macetas. Se ha perdido artesanía y la arquitectura moderna es muy culpable. Ha prescindido del ornato. El minimalismo solo precisa de tonalidades blancas que se atreven como revolución con el gris y el beige. Podríamos pensar, como barruntamos el otro día cerca de unos azulejos preciosos en la Casa de Guardia, que echamos en falta cierta escala humana, como debatía con una amiga paisajista. Pero, ¿y las catedrales? ¿Lo eran? No precisamente.
Gaudí fue de los últimos arquitectos que usaron profusamente el ornato y los oficios artesanos. Adivinen qué es lo que más buscan los viajeros en Barcelona. Y ya entonces, conviene recordar, Gaudí era un antimoderno, alguien a contracorriente. Incluso creía en Dios. Puede incluso que no se creyera un dios él mismo de ninguna disciplina artística. Pero sí hablaba de la ornamentación y de que es y será colorida, porque somos seres humanos, vivos, y «la naturaleza no nos presenta ningún objeto monótonamente uniforme». Como esas fachadas que admiré esta semana en un paseo por Madrid. Como esas otras en las que me suelo fijar por Málaga.
Aprovechen y paseen durante la Semana de la Arquitectura y, dentro de no mucho, en Open House Málaga. Mediten quizás si una smart city, además de usar big data para uso de zona azul, de agua, de electricidad, convendría que fuera también una ciudad que cuidara los detalles, la estética, la escala humana.
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