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VIOLETA NIEBLA
Lunes, 5 de mayo 2025, 02:00
En la idea de limpieza de esta ciudad —de todas las ciudades modernas, supongo— está la opción de desbrozar. Me sorprendo siempre que veo a ... las personas que trabajan en jardinería con sus desbrozadoras recortando el flequillo verde que crece alegremente en las fisuras de las aceras. Me pone triste que le quiten el poquito de vida que se atreve a salir entre el gris del asfalto y que nos recuerda que, antes, todo esto era campo.
Me gusta fantasear con ciudades un poquito menos iguales, un poquito más asilvestradas, un poquito más a favor de un césped natural y no uno artificial. He fantaseado también con dejar semillitas en esas grietas. He visto postes tristes y los he imaginado totalmente envueltos por trepadoras; bloques de ladrillo visto forrados de verde y color. Me pone muy contenta cuando miro al cielo y veo que, en los áticos, crecen árboles. Arbolitos. Lo que sea. Troncos marrones con copas verdes naturales que bailan con el viento, se bañan con la lluvia y toman el sol 365 días al año.
Aunque la realidad es que casi todo el mundo opta por el trozo verde de plástico que no necesita riego automático. Una ciudad que no tolera una margarita en una grieta es una ciudad triste. Me dan aliento los solares que están tapiados y por los que asoma la maleza. Pequeños rectángulos que se rebelan, rodeados de edificios y fealdad. Deseo fuertemente que tarden mucho los permisos de obra. Que haya problemas burocráticos. Deseo fuertemente alargarles la vida a esos matorrales, madroños, brezos y lentiscos destinados a morir jóvenes.
En mis paseos con Rómulo camino con la vista baja, buscando rebeldías en el suelo en forma de brote colándose entre las baldosas. Me gustan los alcorques bien aprovechados; al lado de mi calle hay algunos que, además del árbol orquídea, alimentan a un jazmín, unas campanitas o una ruda. Pequeñas comunidades vegetales, autónomas, que se organizan sin esperar permiso del ayuntamiento.
Esta semana se han cumplido cuatro años desde que nos dejó mi perra Charco. Cuando murió, hice muchos días el mismo recorrido que hacía con ella, pero sin ella. Me acordaba de las esquinas donde se paraba a oler y dejar mensajes a otros perros. Pensé que sería bonito dejar una semilla en cada parada de ese recorrido y tener un recuerdo vivo de ella. No lo hice por el terror de las desbrozadoras, porque tendría que superar dos duelos: el de mi perra y el de las flores.
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