La banalización del disparate
En el 45º aniversario de la Constitución de 1978 asistimos a una crisis institucional y a una brecha generacional marcada por la desconfianza
Esta semana que ahora termina hemos asistido a la celebración del 45º aniversario de la Constitución de 1978 y por este motivo SUR organizó un ... encuentro para conmemorar la Carta Magna y, sobre todo, para analizar el contexto actual marcado por una profunda crisis institucional. Porque no hay dudas sobre la vigencia de la Constitución, pero sí son muchos los que coinciden en la crisis de las democracias constitucionales a nivel internacional, en la polarización de la vida política y social, en la colonización de las instituciones por parte del poder legislativo y en una creciente desconfianza entre los jóvenes debido a una brecha generacional marcada por una etapa que ha castigado, sobre todo, a los más jóvenes.
Lo peor de todo es que la herramienta –la Constitución– que ha servido a este país para alcanzar enormes niveles de bienestar y libertades se ve hoy atosigada como si fuese la culpable de todos los males que se ciernen sobre la vida política. Podríamos concluir que el problema no es la Constitución sino el uso que se hace de ella, especialmente a la hora de dibujarla como un obstáculo para el desarrollo de la vida social.
En el encuentro de SUR los expertos coincidieron en alertar sobre los efectos que los permanentes ataques a la separación de poderes pueden tener sobre nuestras vidas. Es un hecho la colonización que el poder legislativo está llevando a cabo, especialmente, sobre el poder judicial, acorralando la independencia judicial cuando esta no coincide con los intereses del gobierno de turno. «Ahora las democracias no colapsan por un ataque externo sino que son desmanteladas desde dentro en un proceso de degradación que se realiza, en muchos casos, en nombre de la democracia», aseguró el profesor Manuel Toscano, en una frase que resume de forma certera lo que está pasando en España.
Al fin y al cabo, como dijo el catedrático Manuel Arias, asistimos a una serie de anomalías que los ciudadanos vamos aceptando con una peligrosa naturalidad. Es lo que Arias vino a denominar «la banalización del disparate». Es decir, asumimos disparates como si fuesen cosas normales y ello conduce a una desconfianza peligrosa no sólo hacia la Constitución sino hacia las propias instituciones públicas. Sirva como ejemplo que el actual Gobierno se apoye en fuerzas «destruyentes» como Junts, Bildu, ERC o Podemos, que cuestionan lo que llaman «el régimen del 78». Asistimos a la construcción de un relato que trata de desligitimar la validez de los principales pilares de nuestro actual modelo de convivencia. El disparate, como decía Arias, parece dejar de serlo hasta el punto de autoconvencernos de su validez. Que Puigdemont, huido de la justicia, sea el principal soporte del actual Gobierno nos parece ya algo normal. Ver para creer.
Pero otro de los debates de este encuentro de SUR trató sobre la profunda brecha generacional que alimenta la desconfianza sobre la Constitución. Porque los jóvenes de hoy son los peor tratados por su tiempo desde la Transición debido a las recurrentes crisis económicas y a la pandemia. A ellos, los jóvenes de hoy, les cuesta aceptar que van a ser los primeros que, probablemente, vivan peor que sus padres, como recodaba la profesora Lola Requena, que llamó la atención sobre las enormes contradicciones que, desde su posición de constitucionalista, debe enseñar a sus alumnos. «Es triste hablarles sobre la separación de poderes o sobre el valor del Tribunal Constitucional como garante de la propia Constitución y luego tener que explicarles la realidad partidista que marca su composición y sus decisiones», dijo.
«Les hablamos a los alumnos de las libertades garantizadas por la Constitución –por ejemplo la asistencia sanitaria o el acceso a la vivienda– pero luego debemos decirles que hay listas de espera para una consulta médica de hasta dos años y que los jóvenes apenas pueden acceder a una vivienda», añadió.
Es cierto que la culpa no es de la Constitución sino de las administraciones que deben velar por el cumplimiento de esas libertades, pero ello no implica que crezca la desconfianza sobre el papel de la propia Carta Magna.
Ante todo este panorama convendría detenerse a pensar hacia dónde vamos como sociedad, hacia dónde nos llevan los actuales dirigentes políticos y, lo más importante, qué estamos dispuestos a hacer: aceptar el disparate o rebelarnos contra él. Sea como fuere, al menos deberíamos ser conscientes de que están construyendo un relato y que lo estamos aceptando sin pararnos a reflexionar sobre sus efectos.
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