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Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Una barbaridad, a pesar de que figure en el Éxodo. Hay que echarle la culpa a los innumerables traductores o a los tiempos en que se escribió porque es difícil que sea Palabra de Dios. Hoy nadie postula algo así. El derecho penal ha evolucionado desde los tiempos de la ley del talión que, por cierto, no se bautizó así por algún energúmeno que portase ese curioso nombre, a diferencia de la medida o ley draconiana que inmortaliza, como es bien sabido, a aquél que pensaba que mientras más rigor, mejor. No le funcionó a éste la fórmula y se acuñó otra expresión más ajustada a la realidad: summa lex, summa iniuria, máxima que deberíamos escribir en el frontispicio de la Agencia Tributaria, por ejemplo. Así que no bautice a su hijo con el nombrecito. Talión tiene el mismo origen de la palabra tal que sirve para tantas cosas: como adjetivo demostrativo o indefinido, como pronombre demostrativo y como adverbio, por lo menos. Creo que a lo que más se asemeja aquí es en la acepción de tanto o tan grande. Si cometes un hecho inaceptable para la sociedad deberás sufrir las consecuencias que ésta te imponga. Hasta aquí todos estamos de acuerdo. En lo que se ha diferido tradicionalmente es en la magnitud y en la finalidad de la reacción social. En su origen, la magnitud venía condicionada por la de la ofensa: lo del ojo. Algo exagerada la respuesta, es mejor preverla en frío y en forma impersonal. Por eso, se consagra el principio de tipicidad y de irretroactividad. Tipicidad para establecer un catálogo de conductas que gozan de la desaprobación general para que sepamos a qué atenernos y que nos puede suceder si vulneramos el marco de conducta esperado. Irretroactividad para evitar que por habérsenos olvidado incluir algún estropicio en el elenco podamos, a toda prisa y sobre la leche derramada enmendar la omisión. El legislador penal tiene que derrochar imaginación para completar el código pero la realidad es siempre más imaginativa y los malos van ideando constantemente nuevas travesuras por lo que nos llevan ventaja. Por mucho que engordemos los textos -si se compara el vigente con el primero promulgado hace casi doscientos años comprobaremos que tiene el doble de artículos y no hay que fiarse porque bajo el mismo número se emboscan los bises, trises, quarter, quinquies (que suena otra cosa). La finalidad de la reacción no era otra en los orígenes que la venganza. Me has causado un daño, ahora te vas a enterar. Para evitar la escalada: si has asesinado mi hijo te mato a dos y entonces a dos y a la suegra, se expropió la titularidad de la imposición del castigo a la víctima, o a su familia y allegados y se la atribuyó el estado, como representante del conjunto con el pretexto que matar a alguien no sólo afectaba al muerto sino a cualquiera que, en otra oportunidad, pudiese ser sujeto pasivo del luctuoso hecho. Entonces la vindicación dejó de ser el leitmotiv y se buscaron otros argumentos, la seguridad de los demás, la reparación del mal causado, la retribución, la disuasión, por si alguien experimentase en cabeza ajena.

La Constitución ha venido a terminar con cualquier discusión académica sobre la materia al disponer categóricamente que las penas, al menos las privativas de libertad que son las más, están orientadas hacia la reeducación y reinserción social. Ni venganza ni castigo: segunda oportunidad. No educación, reeducación. No inserción, reinserción. El delincuente es un mal educado y como se diría al otro lado del Atlántico, un desubicado. No es que sea malo, no, ¿quién soy yo para decir lo que está bien y está mal? Ni que fuera un santo.

Pero el efecto disuasorio no es incompatible con esta visión benévola del crimen. Los medios de prensa que airean los hechos delictivos y también, en su día, lejano generalmente, las condenas, deberían convencernos que estamos mejor en casa y quietecitos. Me parece que no está presente la convicción de que cuidado con lo que haces porque más tarde que pronto te caerá todo el peso de la ley. Que el que la hace la paga por lo que más vale no hacer.

En Marbella había una casa, propiedad de un barón, que tenía el precioso nombre de «Más mañanas». En España, más manadas.

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