Somos muchos los que conocimos un autobús antes que un bosque. Para muchos urbanitas, al caer el sol, el cielo no es sino un techo ... negro que cierra las paredes de nuestras calles. Para mí también, hasta que en una acampada, desde el circo de Gredos, por primera vez, me asomé de noche al cielo. Las estrellas no eran puntos sino masas encendidas con distinta intensidad, flotando unas delante de otras. Allí, boquiabierto, mirando hacia arriba, sentí vértigo como nunca ante tal profundidad.
Nadie duda de las ventajas de vivir en ciudades. Ruido y contaminación esconden un gran defecto que pasa desapercibido: de noche, la ciudad no nos deja ver el cielo. Quizá por esto, no escatima en bombillas, una vez cumplidas las necesidades.
Si el arte de los paisajistas pasó de la pintura a la composición de jardines, la maestría de fotógrafos que nos descubren belleza en cualquier esquina, ha llegado a las noches de nuestras calles. Llueven colores sobre fachadas. Las masas de los edificios juegan a no ser piedra o ladrillo. Aquí y allí surge el paisaje nocturno en pinceladas. Ante el absurdo de confundir vida con espectáculo, conviene recordar pequeñas cosas: que no por más grande, la casa es más buena; que no hay luz sin oscuridad, que la calle se hizo para el paseo y que las luces deben ser fijas para que la gente se mueva.
Es obligada una redistribución del mapa de iluminancias, pues mientras Larios y otros ámbitos respiran luz blanca, barrios y barriadas trasnochan con luz naranja desde la lámpara de vapor de sodio que, por su bajo coste, hace años inundó por igual ciudad, polígonos y carreteras, mutilando el color de sus madrugadas. Otras ciudades del Norte, como Berlín, Copenhague o Amsterdam gastan menos que nosotros en iluminancia media y sin embargo sus calles son más seguras ¡No todo es cuestión de lámparas¡ Si caminamos por ellas, en sus noches más oscuras, además de sentirnos más libres, podremos ver quizá alguna estrella.
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