Somos lo que comemos dicen los expertos en nutrición. Si para muchos sentarse a una buena mesa es una fiesta, para mí lo es saborear ... otra ciudad. Considero un placer de gourmet comerse, de cuando en cuando, un «salpicón de entrecalles» o un buen rebozado de asfalto de otro lugar.
Si recordamos la primera vez que pisamos París, Roma o Londres, más de uno revivirá una emoción singular. La que trasmite lo desconocido que empieza justo delante de nosotros. Recuerdo el sentido de pionero que se tiene cuando, en cualquier calle, uno elige una dirección sin más. También el vértigo que podemos experimentar al acercarnos caminando a una nueva esquina ante los múltiples inmediatos posibles que nos aguardan tras ella.
Ante un gran entramado de calles podemos comprarnos su plano callejero, situarnos en él y dibujar una línea en cualquier dirección al azar. Convendrán conmigo que ante una elección así, sin notas que ayuden a decidir, será difícil acertar con el sendero elegido. Sin embargo, esa primera elección actúa como desbloqueo mental y desinhibidor de decisiones. Lo que hace que, a partir de ahí, dudemos menos a cada paso y trencemos el mejor recorrido, el nuestro, el decidido por nosotros a cada momento.
En nuestras manos, ese mapa que compramos al llegar a una ciudad, puede convertirse en el tablero maravilloso de un juego sin reglas. Un tablero en el que no están claras las casillas en las que encontraremos un premio ¡Viva mi play-street-box!
Concluido nuestro viaje podemos optar por guardar bien doblado aquel mapa usado por si más adelante hubiera una segunda visita. Si es así, a nuestro regreso comprobaremos que, perdida la ceguera que provoca la novedad, nuestros pies son los mejores guías para llevar a nuestros ojos, paso a paso, a través de esas líneas discontinuas que contiene toda urbe histórica por las que se vislumbran sus curiosidades y rarezas, su identidad.
Yo inventé para mí este juego urbano en un verano interminable e hice un tablero de Madrid, cuando la pantalla de la televisión caía en un abismo negro de 5 a 8 de la tarde, cuando ya no quedaban cines de programación doble. Entonces allí, sumido en un aburrimiento profundo, insufrible y a la vez enriquecedor, descubrí que mi propio barrio, tenía cien caras nuevas si yo era capaz de trenzar cien caminos distintos a través de sus calles.
Si la buena comida además debe de entrar por los ojos, la ciudad más hermosa no llegará del todo a nosotros si no adoptamos su mapa como un tablero y la recorremos, haciendo de ella, un juego. Cualquier ciudad puede convertirse en una experiencia única, trazando caminos al azar y dejando que sean nuestros pasos los que busquen y miren, entonces su belleza, desde los lugares más insospechados… se desvelará ante nuestros ojos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión