El jabón, un artículo de lujo durante la edad moderna
Escribe Espinar: «Se ha llegado a afirmar que la cultura de un pueblo se puede medir tomando como índice la cantidad de jabón que consumen ... los habitantes». Partiendo de esta premisa, podríamos valorar su escaso uso en épocas pasadas, cuando estaba considerado un artículo de lujo, no apto para cualquier economía.
Sobre su aparición hay diferentes versiones. La más extendida la sitúa en la civilización sumeria, aunque también fue utilizado por egipcios, fenicios y romanos con una fórmula similar: una mezcla de aceite de oliva o laurel, cenizas, cebo, cal y resinas. En España fue introducido por los árabes en el siglo X, creándose las primeras Casas de Jabón o almonas en Sevilla, donde se fabricaban dos tipos: el jabón prieto o ralo, y el blanco. En la Granada nazarí, su renta era un monopolio de los monarcas y, después de conquistado el reino, los reyes de Castilla le dieron la categoría de estanco, cediendo su explotación a personas de su entorno.
Poco acostumbrados a este producto, al principio, los castellanos no mostraron ningún interés por utilizarlo, dando firmeza a la creencia tan extendida sobre la nula existencia de una elemental higiene personal, al contrario que los musulmanes, para quienes el baño era, además de una necesidad, una imposición religiosa que purificaba el cuerpo y el alma, razón por la que acudían semanalmente a los baños públicos.
El jabón sólo se podía hacer en la almona y venderse en la alhóndiga, estando prohibido a los particulares su elaboración y venta. En cuanto a precios, existían dos valores diferentes: uno para la población cristiana, más bajo, puesto que al tratarse de nueva población estaban exentos de impuestos, y otro para los musulmanes, cuyo precio era más elevado por no poderse beneficiar de unas franquezas destinadas en exclusiva a los repobladores.
En 1501 Fernando el Católico concedió a Marbella una serie de privilegios para facilitar su repoblación, quedando excluidos los que procedieran «de las otras çibdades e villas e logares del dicho Reyno de Granada», es decir, los forasteros. La merced no era aplicable a la seda, el lino y el jabón, cuyos aranceles incluían alcabala y almojarifazgo. La carta de franqueza fue confirmada por doña Juana en 1505 y mantuvo idéntica restricción con respecto a estos artículos, sobre los cuales «nos ayan de pagar los derechos segund que hasta agora se an pagado». Mediante la imposición de unas rígidas ordenanzas se pretendía evitar que el afán lucrativo pudiera ocasionar la baja calidad del producto, un excesivo precio de venta o irregularidades en el abastecimiento.
Nunca encontré las de Marbella, por lo que, en su día, tuve que analizar las de Málaga capital que, con toda probabilidad, serían similares. Este corpus marcaba los tiempos de los pregones para el remate de su renta, desde San Miguel hasta «Todos Santos», cuyo adjudicatario la ostentaría por un periodo de dos años acatando unas reglas muy concretas, como eran «hacer e labrar» buen jabón; evitar su falta en el mercado; tener tres tablas bien aprovisionadas en los lugares que se le señalaren; abastecer a las villas de cristianos de su jurisdicción; aceptar el control de los fieles ejecutores y utilizar ingredientes de buena calidad. Todo ello bajo determinadas sanciones: 600 maravedíes la primera infracción, el doble por la segunda y, por la tercera, recibiría además cincuenta azotes. También contenían instrucciones precisas sobre el modo de pesarlo «con peso de hierro e las balanças de hierro, o de cobre, o de latón, afinadas por el fiel de pesas e medidas».
El precio estipulado en Marbella era de 5.000 maravedís anuales que el jabonero debía pagar al Erario Público, independientemente de los gastos generados en su fabricación y del volumen de ventas.
Durante el quinquenio 1557-1561, se ocupaba de la almona Jerónimo Moreno, quien intentó rebajar su contribución debido a los costes, alegando que cuando le fue rematado el jabón en almoneda pública, «fue con que avía de pagar en cada un año los 5.000 maravedíes de alcabala, y dar el xabón a esta çibdad y su juridiçión dos maravedíes menos por libra de como anduviese el preçio del azeite, porque es xabón ralo lo que se haze en esta çibdad y se vende al peso». Si exceptuamos las materias básicas, otros gastos derivados de su fabricación: medio ducado por la leña y agua «que se gastara en la fábrica de cada quintal de xabón que se hiciese en la armona», más el acarreo, todo parece indicar que no era un negocio floreciente. Así se constata en la relación de deudores que dejó el alcaide Alonso Bazán antes de su muerte, donde señala que «Reyna, el xabonero», le debía 16 ducados. Elevados gravámenes y escasas ganancias, dos factores decisivos para frenar su consumo.
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