Lejos de las ciudades, las cosas se nos presentan distintas. Si nos adentramos en un bosque, una vez abandonado el sendero, no tardamos en sentirnos ... perdidos, sumergidos en algo aparentemente caótico, cuando en realidad un bosque es un espacio ordenado.
Los árboles en un bosque, crecen según y dónde, pendiente y ladera. Y lo hacen guardando entre ellos más o menos una distancia. Su reunión en masa obedece a unas leyes, una geometría de la especie que se manifiesta en proporciones en función de su altura y copa. Nos cuesta entender este orden vegetal. Entre otras cosas porque los árboles en su disposición aquí y allá nos impiden trazar una línea recta al caminar. Pero también porque nuestra reducción de pensamiento es tan brutal que estamos llegando a identificar geometría con rigidez y orden con falta de libertad.
Si observamos bandadas de aves sorprende verlas cómo despegan sin anuncio previo, cómo se desplazan y giran en el aire, acelerando o ralentizando el vuelo, sin chocar nunca. Cuando son pequeños pájaros vemos una nube de puntos que genera un volumen variable a cada instante.
De la observación de los animales en manada, el arquitecto Stan Allen concluye leyes aplicables a las organizaciones arquitectónicas de nuestra sociedad siempre en masa y en movimiento. De las leyes que rigen en un bosque es posible transferir conocimientos al diseño de nuestras construcciones humanas de edificios y ciudades.
En todo lo que sucede en la tierra rige uno u otro orden que identificamos como leyes naturales. Gracias a los documentales televisivos estamos al tanto de ellas. Pero la seducción de lo visual nos lleva a arrinconar los procesos de aprendizaje que son elaborados, como nuestro dibujo a mano, un modesto vehículo para captar lo esencial en lo que vemos, para abstraer lo estrictamente necesario.
De la misma manera que la música mediante sonidos en armonía nos abre una conexión directa con la belleza a través de nuestros oídos, el dibujo tiene la capacidad de conectar nuestro pensar con el afuera, de meter en nuestra cabeza aquello que observamos.
No solo los arquitectos necesitamos dibujar. El dibujo asiste a químicos y médicos. Pero también importa a los que decidieron un día dedicarse a pensar y escribir. García Lorca dibujaba Nueva York y el joven Goethe salía al campo con un cuaderno de dibujo en el que durante un verano atrapó todos los paisajes del cielo cambiante por las nubes.
Hay geometría en la calle, en el paisaje, en todas esas cosas que llamamos vida. Árboles en un bosque, cristales poligonales en las piedras, pájaros como matrices de puntos en el aire, todos obedecen a líneas escondidas que pueden ser desveladas desde una mano que observa con un lápiz.
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