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Los fuegos artificiales me trasladan a la infancia en Barcelona. La noche de San Juan subíamos toda la familia al terrado de casa y veíamos ... el espectáculo a lo lejos. Ese día por la mañana, Kawolinsky contaba orgulloso que su padre era el encargado de prender la mecha y toda la clase imaginaba al padre haciendo estallar la dinamita. Pero la carga explosiva no actuaba sin ton ni son llevándose por delante todo lo que pillaba, como sucedía en las películas, sino al contrario. El padre lo hacía con orden y concierto, estampando bellos dibujos en el cielo. A mí no me entraba en la cabeza que alguien fuese capaz de ascender tan alto y dibujar figuras inmensas con tizas de fuego a tanta velocidad. Yo imaginaba al maestro pintor con las tizas de colores y el borrador delante de la pizarra infinita del firmamento. Un borrador de agua o algo similar. Kawolinsky era el polaco de la clase de párvulos y su padre el polaco más polaco de Barcelona. Unos años después, yo fui el polaco del colegio en Málaga.
El día de la verbena de San Juan nos reuníamos toda la pandilla del barrio alrededor de la hoguera que habíamos ido preparando durante la tarde en el cruce de la calle Muntaner con Diputación. El vecindario en pleno guardaba un segundo de silencio cuando el hijo del padre de los fuegos artificiales prendía con la cerilla un trozo de papel y lo echaba a la hoguera que ardía lo mismo que si se hubiera producido un incendio en mitad de la calzada. Aquel fuego no era artificial, pero también nos dejaba embobados hasta que se consumía. Veíamos arder los restos de madera que habíamos recogido unas horas antes o que guardábamos en casa desde hacía días para quemarlos en la verbena de San Juan. Cuando ya habíamos visto los fuegos artificiales del Castillo de Montjuic y sólo quedaban cenizas en la hoguera del barrio, nos íbamos a dormir con la conciencia tranquila. Mi madre decía que aparte de los muebles viejos y los objetos rotos, ella también echaba al fuego los malos presagios.
Cuando el padre de Kawolinsky llegaba de madrugada, la hoguera ya había sido pasto de las llamas. Los vecinos que permanecían en la calle lo aplaudían nada más verlo aparecer y él agradecía el recibimiento como si fuese el Rey de los Fuegos Artificiales, un mago, el personaje más importante de la noche de San Juan. Después se quedaba mirando los rescoldos con cierta nostalgia, como si en el fondo hubiera preferido estar con nosotros viendo arder los restos del pasado en lugar de tener que ir a trabajar. Entonces el padre de Kawolinsky se retiraba a casa con paso lento y aspecto cansado, las manos manchadas de pólvora, la mirada tranquila; como los héroes solitarios del Lejano Oeste.
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