Fuego
A falta de astillas, he hecho fuego con el catálogo de juguetes de Navidad de las niñas. Ana de 'Frozen' emite una llama leve, fría, ... mágica y azul. Me tengo que emplear a fondo. Al cabo del tiempo, lo consigo. Envuelvo con mis manos el cáliz sagrado de la primera llama que proyecta sobre mis palmas su primer calor. Cada vez se pueden quemar menos cosas. Cuando escucho a alguien decir que le va a meter fuego a España pienso: «Corre, a ver si puedes». Hay belleza en los vídeos de esos tipos que intentan prender fuego a una bandera y no encuentran la forma. Después en Ciudad Real, dos viejitos ponen una vela a la Virgen de Alarcos para pedirles por la oposición de la nieta y salen ardiendo como una tea. La puta vida, pienso mientras cuido mi pequeña llama bajo el tronco. Fuera, más allá de la ventana, Elena camina a lo lejos vestida de invierno y la sostiene la niebla como si amortiguara sus pasos. Así será cuando la encuentre en el Cielo.
Soy feliz viéndola allí en sus cosas mientras enciendo la chimenea por el santo milagro de la combustión, el carbono, la técnica y la paciencia. La magia de la fogata constituye el refugio de las cosas que no cambian. Treinta y cinco años después estoy encendiendo la chimenea de la casa de Abaltzisketa. Tengo a mi lado a mi aita en cuclillas con sus pantalones de pana, sus explicaciones sobre las posiciones de la madera y el sentido de la medida en el primer soplido que aviva la primera llama. Casi puedo sentir el olor a tierra y a hierba de sus botas. En realidad, todos los fuegos son el mismo y hace de la candela un elemento profundamente conservador, nostálgico y por tanto provocador y hasta cierto punto maldito. Por el efecto delicioso de eso que llaman el heteropatriarcado, enciendo la chimenea como la encendía mi padre, mi abuelo y todos los hombres que antes que yo han sido. Encender un fuego es la última cosa de verdad que un hombre puede permitirse. Temo que alguien aparezca con un extintor.
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