Una chica joven se hacía un selfie con el que parecía su abuelo, con aspecto de patriarca gitano, sombrero y bastón, los dos sonriendo con ... la emoción del que se sabe a punto de un espectáculo esperado durante mucho tiempo. Al fondo, la fachada del Teatro Cervantes y ese cartel de 'Flamenco lo serás tú', de colores chillones, ese rosa de flamenco flotador de playa y mar plato, sobre amarillo de sol que quema hasta con protección solar. Cerca, en la esquina de la taberna, un profe de academia de flamenco de Torremolinos apuraba una caña, las orejas con pendietes, los tatuajes y las ganas de escuchar a Israel Fernández, con Diego El Morao al toque. Estaba con la madre de Pedro e Isabel, sus alumnos, artistas precoces del cajón y del taconeo, colegio inglés, flamencas maneras. Con ellos, el universitario de Matemáticas en Escocia, viaje retrasado para ver a su ídolo. Se hacía sentir la alegría, sin haber entrado todavía por alegrías. Era una hora decente de domingo, casi ocho de la tarde, en el mismo escenario en el que, en plena pandemia, habíamos ido a ver al Niño de Elche a las cuatro, tiempo cafetero de sobremesa, con mascarilla y distancia de seguridad, la frialdad a combatir de los aplausos a mitad de aforo.
Y allí, en aquella plaza bulliciosa, inicio de atardecer de abril, se podía comprobar que el flamenco no estaba condenado. Para nada. Pese a la muerte mil veces anunciada en boca de los cenizos, guardianes de un arte supuestamente agonizante, alarmistas que se regodean anunciando siempre el fin de varios mundos. Se comprobaría el error de esas profecías apenas dos horas después, con un Teatro Cervantes hasta la bola, en pie, jaleando a un chico de un pueblo de Toledo, de melena negra ondulada, maneras contenidas, dedos repletos de anillos de oro y una voz que hace soñar ya con unirnos a muchos alrededor de la gran figura que se añora desde Camarón. Ese chaval que, sin cámaras, sin muchos testigos, después de media hora de fotos a la salida lateral del teatro, se acercó a un par de señoras mayores en sillas de ruedas que le reclamaban, con una sonrisa y exquisita educación, haciendo como que no estaba cansado. No, qué va.
Al día siguiente, un lunes cualquiera, el tablao La Alegría, en La Malagueta, bajo la dirección artística de Marina Aranda, llenaría sus tres pases de espectáculo flamenco. Sí, mucho guiri pero también un público local inicialmente escéptico y con ganas de poder acudir a un tablao con oferta de calidad superior a lo que se le presupone a un producto destinado al turisteo. Tablaos de donde han salido personajes como el bailaor Carrete que, por fin, ha podido irse a Broadway con el director de cine Jorge Peña y cumplir, mayor pero con sus pies veloces en forma, el sueño de verse rodeado de luces de Manhattan. De aquella generación que se abrió paso en Japón, por ejemplo, con grandes sacrificios familiares. Que le cuenten a La Cañeta lo que es conciliación cuando tenía que dejar aquí a sus hijos para sacar dinero durante meses rodeada del respetuoso público nipón.
No son pocos los grandes modistos de París que se han inspirado en ocasiones en los volantes y los lunares
Hace falta quitarse complejos para darse cuenta de que, aunque hay países con unos folclores maravillosos, pocos han conseguido llegar tan alto como el flamenco, con academias abiertas por todo el mundo, de Edimburgo a Tokio. Viendo, por fin tras dos años de pandemia, los preciosos vestidos de flamenca en las ferias, una se pregunta por qué no lo adoptamos como traje tradicional nacional, como hacen las indias con el sari. No son pocos los grandes modistos de París que se han inspirado en ocasiones en los volantes y los lunares.
A la buena noticia de La Alegría o del festival en el Cervantes se suma la expansión de El Gallo Ronco en dos locales, sitios a los que acudir para recibir una dosis de cante. Este viernes, la Peña Juan Breva se abría para presentar un disco homenaje en vinilo a Carlos Alba, con Pepe de Campillos cantando. Y qué poco presumimos de tener la peña flamenca más antigua de España, por cierto. Pero no solo de locales añejos y con solera vive el flamenco estos días en Málaga porque en La Cochera Cabaret, esa maravilla levantada a pulso por nuestro Salva Reina, durante varias semanas también se ha abierto hueco 'Versos y jipíos', coordinado por Francis Mármol y Andrés Barea, un ciclo en el que se mezcla alta poesía y toque. No lejos de allí, en una nave en el polígono San Rafael, Pepe Zapata anda mezclando documentales flamencos, cajones, recuerdos de Morente por Nueva York. Y habla con conocimiento de causa de lo que debemos hacer para recordar que Vicente Espinel era malagueño y le puso la quinta cuerda a la guitarra española, además de inventar la décima o espinela, como bien recuerda Jorge Drexler en una charla TED que acumula cientos de miles de visionados. Esa guitarra española que recordó en un emocionante discurso Leonard Cohen cuando recibió el Príncipe de Asturias.
Aunque verdad es que Málaga, la cantaora, hubo un tiempo en el que pareció poco flamenca. Pero ya pasó. Han perdido los cenizos, pienso, cuando paso por debajo de un cartel del teatro de Antonio Banderas en el Soho en el que nos anuncian que, en julio, habrá flamenco. Esa música que tiene su historia, como nos recordaron Ramón Soler y Elvira Roca en una charla organizada por el Club Liberal 1812 en el CAC, en la que está la reacción musical española al afrancesamiento de principios del XIX. Una música que en aquel siglo de viajeros por nuestro país fascinó al compositor ruso Mijail Glinka, que pasó esas notas a partituras, mucho antes de que Picasso dibujara sus primeras guitarras.
Pudiera ser que Rosalía y Tangana, que llenó hace dos meses el Martín Carpena, hayan llevado a un flamenco más puro a los jovencitos intrigados por sus temas. Esa posibilidad es anatema para los puristas, claro. Pero la vida es así: movimientos inesperados y resulta que el flamenco no está tan malamente y que la realidad, menos mal, es ingobernable, como saben los liberales. El flamenco se arranca ahora mismo por alegrías en Málaga y eso es una buena noticia. Hay que darla.
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