La fiesta
En la víspera de San Juan, los vecinos adolescentes de mi calle montaron tal fiesta dos casas más arriba que no sabía si llamar a ... la policía o al timbre. Pedí el comodín del público y planteé en Twitter la encuesta de si unirme o no a la parranda: nueve a uno a favor del cachondeo. Estamos golfos, solsticieros y más fáciles que el vuelo de un búho. Ni acudí a reimponer el orden con ayuda de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, ni me uní al perreo fragante del verano. No hice nada porque llegado un momento, la vida es pura ensoñación.
Me gustan tanto las fiestas que a veces hasta disfruto con las de otros, pero no puedo evitar la visión del virus pasando de un cuerpo a otro en cada abrazo, en cada conga y en cada amigo arrojado a la piscina. Detecto a ojo de buen cubero una franja de edad en España para la que el virus no existe. Este grupo de edad coincide con ese momento de la vida en el que uno se cree invencible. No daré lecciones de prudencia después de más de veinticinco años asomándome al volcán de la Cuesta de Santo Domingo. Jugar a ser inmortal está bien, siempre que uno no extienda el juego a los demás. Quiero decir que a uno le importe poco la vida de uno tiene su encanto, pero lo pierde rápidamente si lo que no le importa es la vida del otro. Si durar no es vivir es una cuestión interesante que nunca se podrá resolver dado que a los muertos se les hacen preguntas, pero nunca responden. Jugarse la existencia encierra una estética, pero la épica del fiestazo decae cuando los que participan no están jugando a matarse, puesto que a ellos no les afecta, si no que juegan a matar a otro: el padre, la madre, el abuelo, que son los únicos que pueden pagar el pato. Esto demuestra dos cosas: que esos chavales se han convertido en unos mierdas y yo, en un viejo.
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