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La Inteligencia Artificial (IA) no piensa pero da que pensar. Promete una nueva cuarta revolución ¿industrial? en la historia de la Humanidad, haciendo presente el ... futuro a través de la tecnología. Su promesa de valor es una desafiante declaración de intenciones de transformación social que en muchos aspectos es demasiado inquietante. Hace pequeña a la sociedad civil y desafía muchos de sus pilares fundamentales para su convivencia pacífica, en la que el respeto a los derechos individuales hasta ahora ha sido clave.
Llama la atención que los países líderes en el desarrollo de la IA no son los que están haciendo los mayores esfuerzos en materia de regulación de este tipo de tecnología. Un estudio patrocinado por Global X ETF y publicado en este año por Visual Capitalist señaló a los países en los que han nacido la mayoría de empresas emergentes de este segmento desde 2013 y la inversión económica de las mismas. EEUU lidera esta clasificación con 250.000 millones de dólares de fondos que financian a 4.643 startups en total. Solo el año pasado nacieron 524 startups de IA en su territorio, atrayendo una inversión de 47.000 millones de dólares. Por su parte, China desde hace casi una década ha financiado 1.337 startups e invertido 95.000 millones de dólares. A los dos gigantes mundiales le sigue Reino Unido (630 startups y 18.000 millones), Israel (402 empresas y 11.000 millones) y Canadá (341 startups y 9.000 millones). La realidad es que en la Unión Europea el esfuerzo inversor es diez veces menor que en EEUU, llegando a los 5000 millones de euros en 2022. Los datos no son muy diferentes en lo referente al uso de estas tecnologías. EEUU lidera el ranking con 5.500 millones de visitas, un 22.62% del tráfico total relacionado con la IA, según la compañía Writerbuddy que ha utilizado la herramienta de análisis SEMrush. Todos los países de la UE juntos generaron 3.900 millones de visitas, lo que representa sólo el 16.21% del total a nivel mundial.
Europa ha perdido el tren de la inversión tecnológica y la de su uso por parte de los ciudadanos y empresas, pero reivindica su papel a la hora de regular legislativamente lo que ni el gobierno Biden, ni el resto de países occidentales han querido hacer por el momento, más allá de declaraciones de buenas intenciones como la de Bletchley auspiciada por el primer ministro británico Rishi Sunak. ¿Por qué Europa se ha introducido en el laberinto de la IA por la puerta legislativa y no por la económica? Por dos razones: no ha tenido otra opción y además, es la menos complicada. El proyecto común europeo a nivel económico lleva años estancado en su indefinición de apoyo real al tejido productivo de los diferentes países. Por citar un ejemplo cercano, sabemos que en España el Gobierno ha destinado el 60% de los fondos Next Generation que ha recibido por ahora de Europa al sector público, especialmente a todo lo relacionado con las infraestructuras de transporte. La Unión Europea posee una superestructura política, con su comisión y su parlamento, muy acostumbrada a regular y legislar con mucha facilidad, que por contra le resta flexibilidad y capacidad de innovación en muchos sectores económicos. Hace pocos días, anunció a bombo y platillo el acuerdo entre los miembros de una Ley Europea de IA. No se conoce a día de hoy el texto definitivo, sólo que entrará en vigor a finales de 2026 y que incorporará medidas y salvaguardas para adaptarse a sistemas del futuro aún inimaginables. El texto final recogerá, aseguran los eurodiputados, líneas rojas como la de que quedarán prohibidos varios sistemas de vigilancia biométrica que se consideran inaceptables como los sistemas de categorización biométrica (por creencias políticas, religiosas, filosóficas o por orientación sexual o raza); los sistemas para expandir o crear bases de datos faciales captando datos de manera indiscriminada a través de internet o de grabaciones audiovisuales y televisión; el reconocimiento de emociones en el lugar de trabajo y en instituciones educativas; el social scoring (sistemas que puntúan a las personas en función de su comportamiento social o características personales); los sistemas que manipulan comportamiento humano y la IA usada para explotar las vulnerabilidades de las personas (por ejemplo por su edad o situación social o económica).
Si bien es un avance este acuerdo que quiere poner a buen recaudo los derechos individuales de los ciudadanos, no podemos aceptar nuestro papel secundario en esta nueva revolución de forma impasible. Aceptar el aforismo conocido de «EEUU innova, China copia y la UE regula» nos relega a un papel de meros consumidores de tecnología, lejos del protagonismo que nuestras sociedades demandan a sus representantes.
Nuestra obligación como sociedad es generar el ecosistema necesario para liderar con EEUU, Gran Bretaña, Israel o Canadá esta revolución tecnológica que tantas oportunidades de crecer y luchar contra las desigualdades nos ofrece. Debe haber financiadores públicos y privados, facilitadores (entidades intermedias como organizaciones empresariales o colegios profesionales), desarrolladores (empresas, administraciones, industrias) y conocedores (universidades o centros de excelencia). Atraer el talento y retenerlo debe ser una de las prioridades para nosotros. Y por último, y no menos importante, debe haber una reflexión ética de esta nueva realidad tecnológica. Economía, ley y ética, deben ser las señas de identidad del modelo europeo de IA.
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