EMOJI
Cada cierto tiempo, una venerable institución cuyo nombre no puedo recordar convoca un concurso para elegir la palabra del año. Hay siempre alguien o algo ... del año y otra organización, seguramente algo despistada, eligió hasta los abogados del año. Hasta ahí podíamos llegar. Yo habría elegido al presidente de sala del año o de la década o del siglo, con perdón de Antonio que lo hace muy bien aunque no le gusta la custodia compartida. A él que la ejerce domésticamente. In house como diría un inglés. También, si hubiese premio limón elegiría al presidente del gobierno del año y mis compañeros, a la ministra de justicia. Yo no porque me encanta esta señora. Es muy simpática. Del año, hablamos, claro está del que nos dejó para siempre. Palabras, palabras dice la canción y lo dice en italiano que suena mejor. En ediciones anteriores resultaron elegidas, escrache, aporofobia, microplástcico ... Algunas han pasado a la historia y otras han adquirido carta de ciudadanía.
Nos quejamos que nos invaden las locuciones extranjeras. Antes eran los galicismos que vinieron para quedarse y muchos ni siquiera recuerdan sus raíces. Con los avances de la técnica y la dedicación preferente de los anglo parlantes a esa actividad -nosotros, ya se sabe- que inventen ellos- priman ahora los anglicismos que mantienen su singularidad aunque se pronuncien fatal. Con esto de la globalización nos hemos ido al otro lado del mundo para importar la palabreja. Nada menos que al Japón. Que me perdonen sus chequechentos millones de habitantes pero yo no termino de perdonarles lo de Pearl Harbour que el cine no olvida que no es lo mismo que perdonar. Cada década nos endiñan una versión nueva del luctuoso suceso que deriva cada vez más a los efectos especiales y a los romances entre los marines y las hawaianas. Yo recuerdo la escena de los diplomáticos nipones que habían venido a hacer la faramalla de romper relaciones con los EEUU mientras Yamamoto cruzaba el Pacífico. Podría haberse dedicado a la fábrica de perlas como su casi tocayo en vez de hacer maldades colosales. Sé que la generación culpable desapareció por el paso del tiempo y que los más ancianos del lugar -vejestorios hay un montón ya que es el país con el promedio de vida más largo y quizá por eso cada cincuenta años, más o menos se embarcan en una guerra de exterminio para aliviar las arcas de la Seguridad Social del sol naciente. Tengo una amiga que vive por allá y me tiene muy convidado así que, a lo mejor, me animo y me vengo del bombardeo. Será una venganza personal ya que el país agredido no se anduvo con chiquitas en cuanto cuando llegó la hora de la revancha. Igual me reconcilio y hasta me pasa a gustar el sushi que, de momento, no pruebo como un repudio inconsciente al hundimiento del USS Arizona.
Yo pensaba en mí fenomenal ignorancia, que las figuritas aquellas se llamaban emoticones pero me he enterado que no son lo mismo. Género y especie. No las gasto pero no niego que me gusta recibir mensajes con corazones y besos. No estoy muy seguro de cómo se llega a ellos. Me lo han explicado media docena de veces pero cuando escribo un WhatsApp me asaltan los nervios y sólo me ocupo de impedir que mi dispositivo no me corrija lo que estoy escribiendo y llama burra a Berta, por ejemplo o gorda a Gerda. Cuando termino el texto no alcanzo a recurrir a la figurita cuya localización he olvidado completamente.
No nos ponemos de acuerdo en pronunciarlas. Emoji dicen algunos con esa jota tan única e hispana. Emoyi dicen los que presumen saber japonés. Otros, prudentemente dan las dos alternativas.
Cuando pasen dos mil años, otro Champollion tendrá que venir a descifrar lo que queríamos decir.
Lo va a tener difícil porque una cosa es lo electrónico y otra lo pétreo.
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