…Y a continuación, unos minutos de cine mudo. Éste era el mensaje en clave con el que se abría una ventana a lo inesperado, ... cuando en la prehistoria de nuestra tele, algo fallaba en la programación. Entre caras serias y cosas aburridas se abría un paréntesis a una miniserie de historias disparatadas que casi siempre desembocaban en torta, caída y carcajada.
Sin palabras nos merendábamos «cortos de cine» desternillantes. Por unos momentos la «caja tonta» se convertía en una ventana al descoloque y en un púlpito a la ocurrencia. De aquel cine mudo, repleto de ingenio en pequeñas dosis, hemos desembocado en un cine que viene mejor provisto de sonido e imágenes que de ideas nuevas.
El flujo poblacional del campo a las ciudades, incesante a lo largo del último siglo ha dejado atrás una tierra vacía. Sin embargo en esa España vaciada de los documentales parece respirarse más vida que en nuestras ciudades. Ya no miramos a la calle desde los balcones pero, de un tiempo a esta parte, a partir de las siete de la tarde, desde nuestras teles nos asomamos por la misma ventana, a calles mudas, a barrios sin alma.
La ausencia de sonido era la clave, en el cine mudo, para afinar el humor y provocar la risa. En la vida lo creativo, se acelera con el encuentro y eso siempre lleva asociado algo de ruido, cuando menos, de palabras.
Sin ruido en la calle, la ciudad queda sin habla. Somos tan urbanos que hemos conocido muchas palabras y personajes por sus calles. Y si las calles son palabras, los cruces traen un saludo y los paseos, mejor si son con árboles, nos suelen traer buenas charlas. Nuestra vida palpita por los mercados, se abraza en los bares y festea en restaurantes, se besa en los portales y si no duerme, se mete en las salas de cine a soñar con los ojos abiertos.
Media España esta vaciada y la otra media, la de las ciudades, está muda. Como un espectador desde una butaca de cine asiste impertérrita a su propia película. Transita por calles en silencio, aturdida bajo el chaparrón de datos dispares y recetas contradictorias, desconfiada ante el encuentro, sin mirarse en el cruce, temerosa ante el saludo, bajo el decreto del miedo.
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