La otra chorrada
Lo prometido es deuda y para ser honesto advertí que escribiría sobre esto para que nadie pudiese llamarse a engaño y si leyó la semana ... pasada mis elucubraciones puede perfectamente saltarse estas líneas que el periódico viene cargado de buenas noticias, como siempre. Hay un cierto masoquismo en esa curiosidad que nos asiste de enterarnos de todo con olvido de la máxima relativa a la insensibilidad del corazón cuando los ojos no ven. No es que empleemos para nuestro beneficio la experiencia ajena también se refiere el saber popular a la ajenidad de la cabeza como fuente inútil del conocimiento propio. Tampoco es cuestión de cotilleo: éste sólo es interesante cuando se trata de personas conocidas particular o generalmente y los protagonistas de las noticias son unos desconocidos. Tema de conversación puede ser la causa: si no ocurriesen cosas no tendríamos comentarios que intercambiar aunque siempre podríamos charlar de algo más interesante. Pero no, insistimos invariablemente en hablar de nosotros mismos y de las historias que hemos protagonizado, real o imaginariamente. Encontrar a alguien que se haya desprendido del propio ser y se refiera a temas más elevados es un privilegio que no debe despreciarse. Oír y callar si se tiene la suerte de encontrar un interlocutor válido, abandonando la mala costumbre de esperar que detenga su discurso al que apenas se le ha prestado atención para soltarle el rollo que tenemos preparado.
A lo que iba. Otro de los temas que ocuparon mi calenturienta e infantil imaginación es el fin del mundo. Se oteaba por aquel entonces el fin del segundo milenio y se hablaba de esas eventualidades. No con el entusiasmo del año 1000 cuando todos se portaban bien ante la posibilidad de que fueran llamados a dar cuenta de sus hechos pero sin perder la perspectiva de que algo así pudiese ocurrir. Aproximándose la fecha se sustituyó la preocupación original por la catástrofe que se previó en los ordenadores y en el mundo virtual que se descuajeringaría por la confusión que experimentarían las pobrecitas máquinas que no podrían distinguir el siglo en que nos encontrábamos. Al final no pasó nada y, de alguna manera, salimos airosos del empeño. Pasamos del veinte al veintiuno, tan panchos. Bueno yo preveía que el apocalipsis se produciría por la congestión automovilística. Era suponer ya que al tiempo los coches eran una rareza. Se podía jugar al futbol en la mayor parte de las calles hasta que alguno gritase que venía un coche para suspender momentáneamente el partido. Uno aparcaba, si es que poseía un vehículo, donde le daba la gana. Siempre recuerdo que cuando trabajaba en calle Sierra Blanca dejaba el cacharro del que disponía a uno u otro lado de la calzada según la hora del día para que no le diese mucho el sol. Mi pronóstico era que al parque móvil se incorporaría tal número de elementos que en un sitio y hora determinado se entremezclarían procurando adelantar los unos a los otros transformándose en una red imposible de deshacer. Luego de comprobarse que de allí no se iba a ninguna parte porque seguían acudiendo más conductores se decidía abandonar los coches y marcharse para comenzar una nueva civilización. La escena la vi en una oscarizada y algo tontorrona película hace poco cuando los chicos, prisioneros del embotellamiento, se bajaban y comenzaban a bailar y divertirse. Muy bonito todo.
Pues mi predicción no está tan lejos de convertirse en una realidad. He estado unos días en una enorme ciudad donde circular se ha transformado en una actividad profesional. No por las condiciones que hay que desplegar en la conducción misma sino en la planificación que resulta necesaria para determinar la hora de salida oportuna para tener alguna posibilidad de llegar al punto de destino en un tiempo no diré razonable pero, por lo menos, no totalmente descabellado. Pareciera que hubiese más automóviles que peatones como en una época dicen que sucedía en la megalópolis californiana y en cada uno hay cuatro o cinco asientos desocupados. Nunca había visto tantos.
Y hay sitios peores. Si no me cree, viaje hasta el DF.
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