EL CAPITALISMO DE NUESTRA CARTERA
EL FOCO ·
Los consumidores no sentimos la responsabilidad que tenemos como tales a la hora de sostener negocios o mandarlos a la ruinaEl comercio, el dinero, el mercadeo, no gastan buena fama. El lucro. El ganarse la vida vendiendo. La brocha gorda del anticapitalismo. Quizás porque los ... defensores de los empresarios no han tenido tiempo ni han sabido explicar las emociones que hay detrás de una transacción económica, el hecho de que detrás de muchos negocios lo que hay es una demanda satisfecha, un problema resuelto, ya sea una máquina sofisticada o un café humeante. Por supuesto que no siempre ocurre, que hay genios de la publicidad que saben crear falsas necesidades y expertos en marketing capaces de hacernos comprar productos de los que nos arrepentimos apenas hecho el cargo en la cuenta.
Pero el caso es que los consumidores no sentimos la responsabilidad que tenemos como tales a la hora de sostener negocios o mandarlos a la ruina. Luego vienen las lágrimas de cocodrilo, como las derramadas cada vez que desaparece un medio de comunicación que nadie compraba pero todo el mundo, con el cadáver caliente, decía leer.
Viene esto a cuento por los ataques de nostalgia arrebatada que nos invaden cuando leemos sobre negocios de toda la vida, de nuestras vidas, de otras anteriores, desaparecen. Cuando recuerdas las meriendas de pastelitos con la abuela en el Lepanto de la calle San Miguel, en Torremolinos, o que cuando viene tu hermano de Madrid no perdona pasar por el Café Central. Perdonaba. Pero, llegados a este punto, es mucho mejor centrarnos en lo que podemos conservar, apreciar, en lo que está en nuestra mano, porque han sido muchos los que han hecho listas de los esos comercios que ya se fueron pero pocos los que han señalado los que quedan.
La fidelidad del consumidor hay que ganársela y, cuando ocurre, es algo precioso
Lo pienso cuando paso por la Farmacia Mata y sé que allí está Pilu Romero, una jabata que estaba al pie del cañón al día siguiente de que su padre se muriera de un infarto un rato después de echar la persiana de un día cualquiera en la farmacia en calle Larios. La imagino encantada en el laboratorio, con sus formulaciones, porque es una enamorada de lo suyo y se siente heredera de toda una estirpe de boticarios que va hasta el XIX y, por eso, lo mismo te habla de medicinas que de los remedios de la herboristería de la parte trasera. Que la farmacia siga allí dependerá de que muchos apreciemos todo lo que hay detrás de ese paquetito de ibuprofeno que nos pasan por el mostrador de madera, cerca de una caja registradora de coleccionista. Y muy cerca podemos comprar la prensa (costumbre estupenda, que conviene mantener para que pueda usted seguir con este periódico en sus manos) en el quiosco de Arturo, colocado en un portal de una casa, tan peculiar. Con cabeceras internacionales y hasta revistas de coches clásicos británicos. Es un gusto pagar y acordarse de su padre, en su silla de ruedas, y saber que se está contribuyendo a continuar, como con Pilu, con un negocio familiar con personalidad en la calle de las franquicias multinacionales, fundamentalmente de ropa interior, que nunca imaginaron los analistas que el mercado diera para tanta tipología de bragas.
Cerca está Mira también, tantos años de helados de turrón, granizadas, de tarrinas y de cucuruchos. De mostrador metálico, de los sabores en la columna y, de nuevo, una saga que se ha ido extendiendo por Málaga y a la que hay que agradecer la preciosa cafetería del Conservatorio María Cristina, por ejemplo, con esos sillones de terciopelo bajo esos cuadros maravillosos de Denis Belgrano. O esa otra en el callejón de Andrés Pérez, en la que, gracias al gusto exquisito de Pablo Paniagua, se pudo recuperar para la decoración los artesonados y muebles de madera de la desaparecida farmacia Laza en Molina Lario.
Y, si seguimos con los helados, queda Lauri, en Pedregalejo, donde continúan envolviendo con papel de tipografía antigua la mejor granizada de limón, en esos tarros de cristal que luego vienen tan bien para guardar los gazpachos caseros en verano.
Todos esos negocios se sostienen gracias a que abrimos la cartera y pagamos por lo que nos venden. Por ese acto mercantilista. Cunde, como en todo, el discurso de que somos manipulados en cada decisión de compra por la inteligencia artificial o unas fuerzas que nos hacen víctimas de un consumismo desbocado que arruina el planeta, haciéndonos ver que somos irresponsables de nuestras decisiones. Pero no. Podemos elegir meternos en Amazon a comprar un libro o acordarnos, por ejemplo, de que José Antonio, en Luces, en la Alameda, en pleno confinamiento se dedicó a repartir pedidos en bicicleta. Esa decisión solo depende de nosotros. Hacer más rico a Jeff Bezos o sostener a la plantilla de Luces, después de que hubieran soportado, por nuestro bien, las obras del Metro durante años.
Tampoco se trata de sostener lo local sólo por el hecho de serlo. De ese discurso de Jorge Buxadé, de Vox, contra los McDonalds. Quién no ha vuelto a algún puesto del mercado cuando se ha sentido estafado con los melocotones en casa, que no eran los relucientes que nos atrajeron. La fidelidad del consumidor hay que ganársela y, cuando ocurre, es algo precioso, una relación que no se merece ser descalificada por 'mercantilista'.
El hecho de que el Café Central, por ejemplo, tuviera clientes suficientes hacía que se pudieran permitir hace años invitar a un cafelito calentito al Tiriri, ese cantaor de cara y hechuras peculiares y economía en penuria. Con el vaso humeante, además, le daban las pastillas que le tocaba, todo un lío de colores y tamaños. Esas cosas ocurren también en los negocios. En las grandes empresas, ponen en sus webs la pestaña de responsabilidad social corporativa pero hay miles de negocios con gestos como el del Tiriri que no los proclaman. Lo pequeño puede ser maravilloso, que diría el economista Schumacher.
Como ese vasito de pajarete de los viernes, apuntado el precio en la barra de madera de la Casa del Guardia por el camarero de los tatuajes, empleado de la saga de los Garijo. Qué felicidad por tan poco dinero, el nuestro, que sostiene un negocio que merece preservarse. Está en nuestra mano. En nuestra cartera.
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