HAY una película que, para mí, es imprescindible, una obra de arte. Se llama 'Días de radio'. No debe confundirse con otra que se llama ' ... Historias de la radio'. Ésta es la de la actuación en un concurso del circunspecto maestro que interviene para financiar la sanación de un vecino, niño necesitado de una operación, y que resulta ser el antiguo futbolista, autor de una proeza deportiva que nadie recordaba, salvo él, por supuesto, por la que se le preguntaba con la convicción de que su participación llegaba hasta ahí no más. La escena es inolvidable, con desmayo incluido. No, aquella que me ha venido a la mente por la noticia que leo hace unos días en Marbella, es otra. La película narra una colección de anécdotas sin más conexión entre sí que su relación con la radiofonía y los desordenados recuerdos de un niño solitario que se acompañaba de lo que recibía por las ondas en tiempos que aún no eran audiovisuales. Entre las más graciosas, todas tenían un punto de humor, a veces hilarante, está la que narra la incursión de dos ladrones en una casa particular donde suena el teléfono y les sorprende en plena faena. En épocas en que las llamadas eran escasas porque se pagaba por ellas y entonces portaban un mensaje importante, los fulanos no se resisten y descuelgan el auricular. Al otro lado del aparato está el animador de un concurso en vivo donde se invitaba a los afortunados que eran contactados a larga distancia a que reconociesen las piezas musicales que se emitían. La dificultad va en aumento y la excitación también y, en definitiva, adivinan la identidad de las tres melodías. Ganan el premio gordo y, al día siguiente, los estupefactos dueños de casa se ven sorprendidos con toda clase de regalos que reciben y que compensan en mucho las pocas pertenencias que les habían sido birladas por los expertos musicólogos amigos de lo ajeno.
Todo este cuento viene a propósito de la estratagema ideada por un médico de la localidad atacado por cuatro forajidos que habían entrado en su casa. Eran éstos unos despistados. Les había sucedido lo que a Asterix en Britania que penetró en la casa de al lado que había perdido un palito de los números romanos que la individualizaba. También tiene su gracia la reacción del empingorotado inglés que, después de recibir una paliza y sin dejar de tomar el agua caliente -China estaba muy lejos- le dice a su mujer que le recuerde que tenía que reponer el elemento faltante. La banda buscaba los «siete millones de euros» y la caja fuerte de manera insistente a pesar que los habitantes se desgañitaban explicando a los invasores que ni había ni caja fuerte ni nada que se le pareciera y que millones, lo que se dice millones no los habían visto juntos en su vida. El jefe de familia decidió simular un infarto con la idea, así lo manifestaba el titular, de ahuyentar a los asaltantes. Gracias a Dios, tuvo éxito en su intento y parece que lo dejaron en paz y a mí, sumido en la incertidumbre. Además de no saber, por suerte, como se pretende sufrir un infarto aparte de acusar dolor en el brazo izquierdo y en el lado siniestro del pecho, síntomas que en un ataque a golpes pueden pasar algo desapercibidos, me cuestiono como se ahuyentan malandrines pretendiendo sufrir un episodio de salud, por muy grave que sea. No he asaltado nunca -todavía- moradas ajenas con ánimo lucrativo por lo que no sé a ciencia cierta cuál sería mi reacción si se me perjudicase el afectado. Lo primero que se me vendría a la cabeza es el contenido de los artículos del Código Penal que castigan la denegación de auxilio y la omisión del deber de socorro y las dudas sobre si sería o no sujeto activo de la comisión de alguno de esos delitos. Después me cuestionaría a quién debo llamar o adónde debería llevar al infartado y cómo podría explicar plausiblemente mi relación con él sin auto incriminarme del todo. Otro cúmulo de pensamientos se desencadenarían, pero, creo que de ninguna manera, la inesperada situación me ahuyentaría.
Está clarísimo que el galeno conoce la naturaleza humana mucho mejor que yo, la verdad es que cualquiera puede darme sopas con honda en esa materia y, me temo, que en muchas otras. Los miembros de la cuadrilla -dice el periódico- después de revelar su nacionalidad, cosa rara, se asustaron y salieron corriendo sin antes dejar de amenazar a la familia que igual volvían para matarlos.
Una experiencia atroz. Por suerte, lo del infarto fue sólo una añagaza porque si no, se habría unido una desgracia a otra. Toda mi simpatía.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión