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LA TRIBUNA

La nueva tecnocracia

Hace falta recuperar el prestigio de una política ejercida con honradez y un eficaz servicio para el bien común en todos los niveles: Estado, comunidades autónomas y administraciones locales

FEDERICO ROMERO HERNÁNDEZ. EX SECRETARIO GENERAL DEL AYUNTAMIENTO DE MÁLAGA Y PROFESOR DE LA UMA

Martes, 30 de mayo 2017, 08:43

Las recientes elecciones presidenciales francesas han dado la victoria al enarca Macrón. Así llaman en Francia a los dirigentes procedentes del vivero de selectos profesionales de su Escuela Nacional de Administración (ENA). Fui becado en 1987 por el Gobierno galo y tuve el privilegio de asistir a las clases desarrolladas por los profesores formados en ese centro, en el Instituto Internacional de Administraciones Públicas, que constituyen su proyección abierta a otros países. Y por lo que sé de las enseñanzas allí impartidas, Macrón es un tecnócrata en el sentido no reduccionista de ese término. En cambio, la señora Le Pen pertenece a ese grupo de los políticos que llamamos de partido. Las diversas procedencias de ambos explica que Macrón venga de un movimiento que no sabemos si acabará convirtiéndose en otro partido. De momento, para las próximas elecciones parlamentarias hay una mayoría de parlamentarios que son profesionales carentes de pasado político.

El término tecnocracia fue utilizado por primera vez por un economista, Thorstein Veblen, y tuvo un efímero éxito cuando, a raíz de la crisis de los años treinta, se utilizó por un grupo de científicos de la Universidad de Columbia para combatirla, que finalmente cedió ante el éxito de las teorías keynesianas. Así las cosas, la tecnocracia perdió su sentido reduccionista, próximo al marxismo, de ser un soviet de ingenieros para convertirse en un gobierno de profesionales. Y los graduados en la ENA constituyen el prototipo de profesionales preparados específicamente para dirigir un país donde los cargos estrictamente políticos solo están en las cúpulas del Gobierno.

En España, el advenimiento de esa clase de tecnocracia, a partir de los años sesenta y tantos, supuso un punto de inflexión en el franquismo, con la promulgación de una batería de leyes que aumentó exponencialmente las garantías jurídicas al constituir, en su conjunto, una cuasi-Constitución precursora de la de 1976, aunque con menos garantías políticas. Un cualificado tecnócrata arguyó entonces «que más del 80% de la actividad del Estado actual es económica y su carácter no es solo contable y ordenador, sino promotor y aun ejecutor». (Fernández de la Mora. El Crepúsculo de las ideologías).

Asistimos últimamente a los efectos derivados del desgaste producido por la corrupción o por la inacción ante la proximidad de compañeros corruptos, pero también por pertenecer o haber pertenecido a formaciones que se han visto erosionadas por la cicatrices del continuado ejercicio del poder. En el panorama político europeo están triunfando, en detrimento de los viejos y desgastados partidos, aquellas corrientes que por ser novedosas, o nuevas, revisten los antiguos ideales con renovados ropajes y sin haber arrostrado los peligros de salir a la arena. Y, por ahora, frente a la traumática cirugía de lo revolucionario, de lo radical o lo aislacionista -a pesar del discutido Brexit o del fenómeno Le Pen-, el prudente votante de la vieja Europa, temeroso de perder el pan nuestro de cada día, parece decantarse por lo que podríamos llamar el nuevo centrismo. Lo seguro es lo seguro y los experimentos, con gaseosa. De ahí que, en España, Rivera, pongamos por caso, quiera liderar lo que ya en Europa se viene llamando el desencanto moderado.

Pero, a la larga, para gobernar bien un país, no basta con explotar el desencanto o la desesperación de los más débiles, con mayor o menor moderación. Hace falta recuperar el prestigio de una política ejercida con honradez y un eficaz servicio para el bien del común en todos los niveles: Estado, comunidades autónomas y administraciones locales. Y ello requiere, además de bonhomía, oficio. Y en las actuales circunstancias no podemos permitirnos el lujo de que ese oficio se adquiera a base de poner en peligro una economía, por ejemplo, que está más cogida con alfileres de lo que creemos. No quiero decir con esto que debamos volver a una nueva tecnocracia, pero tampoco que la recluta y formación de nuevos políticos se verifique haciendo prácticas con el bienestar de los ciudadanos. Políticos puros hay pocos y solo fajándose en las múltiples actividades y dificultades que la sociedad ofrece se prueba su valía. Vivimos en un mundo desestructurado porque solo la familia y la polis, la ciudad, serían capaces de cimentar adecuadamente su estructura y cada vez se debilitan más esos pilares básicos de una verdadera democracia. Dicha palabra y su contenido lo relacionaron hace veinticinco siglos sus inventores, los griegos, considerándola indisolublemente a la ética y la política. Y cuando uno ve que los movimientos emergentes desconocen el valor de la familia y de la organización pacífica de la convivencia, recomiendo la lectura sosegada de Aristóteles, que sigue siendo un maestro sin ser de derechas ni de izquierdas.

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