Cristina Cánovas y Diego Aguilar (Palodú), un hilo rojo de elegancia, esfuerzo y raíces
Se conocieron hace trece años en El Lago y desde entonces han ido creciendo de la mano hasta conseguir la estrella Michelin en Palodú
Había un hilo rojo que les unía. Y estaba en la cocina. Cristina Cánovas siempre tuvo curiosidad por ella. Desde pequeña apuntaba maneras. Le contagió ... esa pasión su madre. Era cuestión de tiempo que encaminara su vida en esa dirección. Se formó en La Cónsula, pero fue El Lago su punto de inflexión. Llegó al restaurante marbellí para hacer prácticas y su responsable allí era Diego Aguilar. Desde entonces, sus caminos no se han separado. Ni dentro ni fuera de los fogones. Ahora acaban de conseguir su primers estrella Michelin en la gala que se celebró en Málaga.
Ese hilo rojo los unió en la cocina. Porque Diego tampoco era un recién llegado. Ha mamado la hostelería desde pequeño por los negocios familiares en su Campillos natal así que, ante la falta de interés por otro tipo de estudios, se matriculó en La Cónsula. Poco a poco fue entrando más de lleno, pasando por templos gastronómicos como Tragabuches (Ronda) o Mugaritz (Guipúzcoa), fogones que han marcado mucho lo que es hoy su forma de ver la cocina.
Como Tickets en Barcelona, junto a Albert Adrià, época que Cristina guarda como oro en paño. Pero querían apostar por su tierra y regresaron a Málaga para emprender su propio camino. Nacía así, en 2014, Palodú, nombre que surgió a raíz de los recuerdos de niñez del padre de Cristina. Ganó en el 'brainstorming', encajaba a la perfección con la idea que tenían: cocina tradicional a su manera. No era fácil desde aquel pequeño local alejado del mundanal ruido de Teatinos. Pero poco a poco se hicieron su clientela con una carta para compartir a base de patatas bravas, fideos tostados y bocadillos de calamares. Su elegancia y su dominio del producto les hicieron destacar pronto.
No podían esconder su vocación por una cocina más elevada y empezaron a dejarlo ver en platos como el guiso de rabo de toro con ensalada de pera, el pilpil de merluza con miel y salvia o el famoso gazpachuelo de salmonete, que a día de hoy mantienen, aunque evolucionado. Gradualmente se iba potenciando su elegancia y su apuesta por el producto de calidad. El tapeo no era lo suyo. Aspiraban a más. Donde se sentían cómodos era en una cocina más refinada. El vecindario no terminaba de entenderlo. Pero ellos no querían hacer tapas. Se plantearon incluso echar la persiana y buscar trabajo por cuenta ajena.
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Hasta que la denuncia de un vecino les obligó a quitar la terraza... en una ciudad en la que precisamente no escasean. Fue la puntilla para tomar la decisión de marcharse. El destino les tenía preparado algo mejor: la oportunidad de instalarse en el Centro en un local donde tenían la libertad de dejar volar su cocina. Coincidía prácticamente con la llegada de su hijo Máximo. Traía el pan bajo el brazo. Aunque no sin esfuerzo. Cristina y Diego han hecho un máster en conciliación para sacar adelante tanto al pequeño como su renovado Palodú, que abría sus puertas hace dos años en la calle Sebastián Souvirón. Pocos meses después obtenía el Sol de la Guía Repsol. Y es que también el restaurante ha ido creciendo con ellos. Hasta ese reducto de calma, elegancia, y al mismo tiempo cercanía, en el que sirve autenticidad, evolución, honestidad, sensibilidad, perfeccionismo, sutileza, frescura, técnica y, sobre todo, máximo respeto al producto. Los mercados del Carmen y Atarazanas son buenos aliados. Su cocina sigue oliendo a caldos, a sopas, a guisos, a salsas...
Con ellos reinterpretan el recetario tradicional a través de una visión contemporánea y personal con la que buscan desde el minuto uno que el cliente «se sienta como en casa». Para ello son muy autoexigentes y autocríticos. No sale un plato sin que los dos estén de acuerdo. Eso sí, Cristina es más creativa y Diego, más metódico. Lo reconocen ellos mismos. De ahí surge esa cocina dual que caracteriza a Palodú. Aunque en alguna ocasión la joven cocinera malagueña de Los Corazones haya tenido que echarle paciencia a clientes que preguntaban por el chef. A estas alturas ya nadie duda de su talento. La estrella Michelin, tan demandada por muchos clientes en la última etapa, lo corrobora.
Cristina y Diego han conseguido compenetrarse tan bien en los fogones como en casa. Después de 13 años juntos y decenas de obstáculos por medio (incluida una pandemia), su relación está a prueba de bombas. Ni en casa dejan de idear platos. Al contrario de lo que decía Picasso, a ellos a veces la inspiración no les pilla trabajando.
Y aún les queda tiempo de ver a su querido Unicaja cuando juega en el Martín Carpena. Es uno de sus pocos vicios. Bueno, aparte del chocolate, en el caso de Cristina, y de la siracha, en el de Diego. Todo encaja. No hay más que verlos, tanto dentro como fuera de la cocina. Se admiran mutuamente. Se delatan abiertamente con gestos, miradas y comentarios. Ella, de 34 años, más extrovertida; él, de 36, más tímido. Pero los dos con las ideas muy claras y la misma ilusión, tesón, ganas, empeño, capacidad de trabajo y satisfacción por lo logrado. El hilo rojo no falla.
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