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¿Qué oímos cuando escuchamos corrupción?

Los casos denunciados van amontonándose de tal modo que es posible que a los imputados les quede el consuelo de que el siguiente caso oculte el de ellos

Pablo Aranda

Domingo, 2 de noviembre 2014, 01:27

Solo una vez en mi vida un taxista al que pedí factura me ofreció falsear la cuenta. En otra ocasión, hace también muchos años, un taxista me trajo del aeropuerto a mi casa y al indicarme el importe de la carrera me explicó que me hacía precio de malagueño. «Yo no soy malagueño», mentí (tras darle el dinero, por si acaso), y me dijo «bueno, el caso es que no eres guiri». Engaños sucios pero difícilmente comparables a los miles de millones que nos han robado a todos. Hace sólo dos semanas, un tercer taxista me miró a través del retrovisor y comentó la noticia sobre corrupción que escupía la radio: «aquí roba el que puede, ¿sabes por qué tú y yo no robamos?, porque no podemos». Aprovechó un semáforo en rojo para volverse del todo y concluir con rotundidad: «eso sí, el que robe que la pague». La corrupción es una marea sucia que cuando se retira se ha llevado todo lo que había en la arena. Los casos de corrupción van amontonándose de tal modo que es posible que a los imputados les quede el consuelo de que el siguiente caso oculte el de ellos, hasta que haya un juicio, y entonces la sentencia de otro tapará el anterior, o un nuevo escándalo que difícilmente podrá sorprendernos, aunque lo hará, y menos mal que lo hace.

Patricia Sáenz, enfermera de oncología en el Hospital Regional (antiguo Carlos Haya) cree que la corrupción es una «aberrante forma de funcionar» que se está llevando en España desde hace muchos años. «Todos sabíamos que eso estaba pasando, pero hasta que la situación no ha sido crítica no nos hemos puesto las pilas». Defraudar a Hacienda, por ejemplo, se veía como una habilidad envidiable, y en ese sentido Patricia afirma sobre la corrupción que «es una situación tolerada» y se pregunta si acaso nadie sabe quién de su trabajo puede coger dinero. La crisis parece ser el punto de inflexión a partir del cual los ciudadanos dejamos de no hacer caso, de ser cómplices. «Si no hubiera crisis», defiende Patricia Sáenz, «todo seguiría igual».

La crisis ha dejado en una terrible situación de vulnerabilidad a una gran parte de la población, por lo que hace daño el dinero robado. Parece que es ahora cuando alcanzamos a ver cómo podría haberse invertido ese dinero que tampoco veíamos como nuestro. Curro es un vigilante de seguridad que prefiere que no difundamos ni su apellido ni su lugar de trabajo. Le parece una indecencia lo que está ocurriendo. «Con lo mal que se está pasando, con los salarios tan bajos y tanto paro y, mientras, otros se aprovechan». Y mete a muchos en el mismo saco: «es increíble lo extendida que está la corrupción entre partidos, sindicatos e incluso la Casa Real». Y para no dejar a nadie fuera, añade: «los banqueros son unos corruptos». Le preguntamos a un banquero que también nos pide que omitamos su nombre y banco cuya sucursal dirige (son los dos únicos que prefieren el anonimato), le llamaremos Francisco Romero. Lo que le preocupa a Francisco Romero precisamente es la confusión que provoca el hartazgo: «la gente está muy harta y eso la lleva a confundir el sistema con los gestores podridos. El sistema financiero está muy presente y la gente está malinterpretando la presencia necesaria de los bancos por culpa de algunos gestores malintencionados». Aprovecha para señalar consecuencias políticas, pues, según opina, «de esta desilusión surge por ejemplo Podemos, pero esto es porque confundimos el sistema con los gestores».

Señalados

Los políticos son los primeros en ser señalados cuando hablamos de la corrupción, es obvio pues protagonizan titulares diarios sobre el tema. Además de la gran cantidad de imputados, los ciudadanos no aceptan las cartas que los partidos toman en el asunto. Alberto López Toro, profesor de Organización de Empresas en la UMA, opina que es una decepción para la sociedad la clase política que tenemos. «No nos merecemos lo que está pasando». Reconoce que no son mayoría pero sí demasiados. Y lo peor: «No veo que los partidos políticos con casos de corrupción en sus filas estén haciendo nada». Sobre las tímidas reacciones de los partidos ante el clamor social, se pregunta si se limpia un partido simplemente echando al miembro corrupto. «No puede ser», responde, «hay que asumir responsabilidades, y aunque unos tengan más responsabilidad que otros todos han de asumirlas». También se une a ideas anteriores: «la crisis es la que está destapando los casos de corrupción».

Al tercer taxista (el honrado, el que abunda) y al profesor López, que exigen responsabilidades, que el que la haga la pague, se une Raimundo Ríos, jubilado que trabajó muchos años en Iberia y que defiende que no se hacen aviones como los de antes. «Necesitamos medidas drásticas del gobierno, que no haya que esperar años y años un juicio que no llega». A sus 76 años, cree que fallan las medidas de control, «¿es que nadie se informa de a quién va a contratar, como a Granados, nadie se informó bien?». Y apunta una idea interesante: la sensación de impunidad. «Con esos sueldos que ganan, las dietas, con esos coches se creen que todo el terreno es de ellos».

Son muchos los que se han sentido defraudados con los diferentes cambios de gobierno. La gente se siente engañada. Vuelven a hablar de la impunidad. R. García es un economista que trabaja en Rumanía y exige saber por qué no están en la cárcel los que han dilapidado los miles de millones de las cajas, por qué los propios partidos y sindicatos no cambian a sus líderes corruptos y a quienes los protegen. Cree García que no hacen falta nuevas leyes sino que todos los que tienen poder ayuden a que entren en la cárcel. «En Rumanía -termina- a la que tanto critican por corrupción, ya ha pasado por prisión un ex primer ministro y un puñado de hombres de negocios mediáticos del fútbol».

Siendo la corrupción una forma de funcionar extendida, como mantenía Patricia Sáenz, casi cultural, que hemos aceptado a menudo y relacionado con la picaresca «tan nuestra», aunque no sea lo mismo, no abunda la autocrítica, buscar cuántas veces hemos tratado de evitar el IVA al reparar el coche o pintar la casa, incluso mentir sobre el número de personas que vive en nuestra vivienda para conseguir puntos que permitan elegir el colegio deseado. La piratería, la ropa de marca falsa, la reventa, las compras de pisos con parte del dinero en negro. El que no lo veía bien era mirado mal, pero la crisis ha vuelto honrados a muchos que miraban, pero para otro lado. Ya no es que un mileurista haya dejado de ser un proscrito, es que es un privilegiado. Hay poco trabajo y del que hay una gran parte es precario. El robo, ahora, duele. Lo público, por fin, lo sentimos como de todos. Esa conciencia forma un rumor que se convierte en ese clamor ante el que hay que actuar. Ya no vende hacerse una foto con el dudosamente enriquecido. Los listillos ya no resultan tan listos. La impunidad se va cabando.

Ricardo López Clemente es un administrativo que ha estado toda la vida trabajando. El día que se quedó sin trabajo, todavía no hace un año, no podía creérselo, cómo, un trabajador con su motivación y fuerza. Tampoco puede creerse la de casos de corrupción que están saliendo. «Como en la canción de Los Morancos, me toca», comienza a hablar, entre risas que se van perdiendo cuando sigue opinando. «Cada mañana, en el desayuno, ante las noticias, apuesto con mi mujer cuántos indeseables aparecerán hoy». Se indigna, da una bofetada al aire como buscando apartar las risas de antes. «El enfado es mayúsculo». Le indigna el saqueo y el doble discurso: «siempre están con que hay que apretarse el cinturón y después se lo llevan todo a mansalva». Y se ocupa de la frustración y la sensación de impotencia, del concepto que tienen del pueblo los gestores corruptos. «La sensación es que somos peleles y se están riendo de nosotros, sean del partido que sean».

Después de tantas opiniones, siguen apareciendo nuevos ángulos desde los que abordar el asunto. Juan Baena, director de Centro del colegio Salesianos, concienciado en formar personas, en que los niños y niñas no sólo disfruten un mundo mejor sino que ayuden a componerlo, se preocupa del ejemplo para los menores: «resulta descorazonador, en el ámbito de la educación, encontrarse frecuentemente con casos de corrupción cuando estamos tan necesitados de modelos de honestidad y honradez para presentarlos a nuestras jóvenes generaciones», sostiene.

De uno de los últimos imputados se decía en el periódico que había estudiado no en un buen colegio sino en el considerado mejor colegio del mundo, en Reino Unido, a cuarenta y cinco mil euros el curso. Igual que le quitan la medalla de Andalucía a Isabel Pantoja, las instituciones de las que hayan formado parte los corruptos condenados deberían no sólo manifestarse sino mirarse el ombligo, el lujoso ombligo de carísima pelusilla trilingüe. Como decía el profesor Alberto López Toro más arriba, hay que asumir responsabilidades. No basta con borrar a alguien de una lista a la que nosotros lo agregamos. Borrón y cuenta nueva. No, no es suficiente.

Viky Barranco es una peluquera que tampoco termina de creerse que pueda haber tanto corrupto. «Es una vergüenza. Están llevando el país a la ruina total. A la desconfianza de todo el mundo». Y de nuevo el esfuerzo al que no se le acaba de ver sentido: «nosotros estamos hinchándonos de trabajar para tener cada vez menos. Para que ellos puedan llevarse cada vez más».

Adelaida García Maldonado, masajista malagueña desesperada por la nula perspectiva de encontrar un empleo tras largo tiempo en el paro, ha emigrado a Suiza, donde tras dos semanas de búsqueda ha tenido que elegir entre tres trabajos. Ella no concibe que no se pueda parar esta corrupción. Si Ricardo López tenía la sensación de ser un pelele del que se ríen, ella la tiene de que somos marionetas y nos van moviendo según les interesa. Se pregunta por qué existen paraísos fiscales, por qué se permiten si se sabe que el dinero viene de la corrupción. «Es un juego donde algunos salen más perjudicados que otros. Mientras algunos se forran, mi hija está a dos mil kilómetros».

El semáforo se puso en verde pero el taxista tardó unos segundos en acelerar. Todavía mirándome, pronunció: «tenemos que parar esto, no podemos seguir así».

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