Los nómadas de Sacaba: «Somos una comunidad»
Viven con la casa a cuestas, en autocaravanas, rodeados de perros y en primera línea de playa. Dicen no echar nada de menos. Y hasta tienen un alcalde
El termómetro marca más de treinta grados en la explanada situada junto a la playa de Sacaba. El calor no da tregua y los perros ... buscan sombra bajo las caravanas, que les ofrecen hueco suficiente para una siesta. Cualquier presencia extraña, ajena a la rutina de esta pequeña civilización, provoca el primer ladrido. Basta un segundo para que se sucedan los siguientes, hasta triturar el silencio inicial de este mediodía de verano. De uno de los vehículos, blancos, imponentes, enseguida sale un hombre con riñonera y gafas de sol. «¿Qué queréis?». Sobre su puerta cuelga un cartel: «La cabaña de Manolo». La entrada a la caravana está acondicionada con una mesa, varias sillas desiguales, dos sombrillas y una alfombra que simula césped. Un par de metros más allá hay una parrilla, trozos de madera, tres plantas y un bidón con gasolina.
–Soy el más antiguo de aquí. Me llaman el alcalde. Procuro que esto vaya en buena armonía, que seamos una comunidad. Porque a veces viene gente conflictiva. ¿Queréis una cervecita?
Cuenta que ya no bebe alcohol: «Llevo catorce años sin probarlo, pero siempre tengo dos o tres cervezas por si viene alguien». Vive en los tres metros cuadrados de su caravana desde hace siete años: «Estuve un tiempo de alquiler en un piso, pero junté un dinerillo y la compré por 2.500 euros. Aquí estoy bien. Cojo el agua de las duchas y la luz de las placas solares. No me gustan los generadores porque hacen mucho ruido. A partir de las once de la noche tenemos prohibido que funcionen».
–Cuando has salido parecías Sylvester Stallone en 'Cobra'.
–Ojalá tuviera tanto dinero, macho. Tengo 65 años, ¿a que no los aparento? Vivo como puedo, pero no echo nada en falta.
«¿Queréis pasar? Aunque la tengo un poco desordenada». El interior de la caravana está decorado con figuras budistas, héroes de Marvel y hasta un Pitufo de peluche. Sobre la mesa hay un cenicero con colillas, una lámpara de pulsador, un bote de gel, un soporte para incienso y mando para la televisión. En lo alto, junto al ventilador y el reloj, encima del sofá, Manuel, aquí 'el alcalde', tiene las fotos de dos jóvenes: «Son mis hijos. Uno tiene 21 años y la otra, 39. A veces vienen a verme».
–¿Tu mujer te dejó?
–La verdad es que sí.
–¿Le diste motivos?
–Ninguno. Se enamoró de uno más joven que yo. Quise luchar, pero me dijo que era imposible. Le dije que se quedara el piso.
–¿Cómo se acaba viviendo en una caravana?
–Soy pintor decorador. Me jubilo el año que viene si Dios quiere. Hace tiempo que no me sale trabajo. Lo primero que preguntan las empresas es la edad. O te ofrecen trabajar sin asegurar, y eso no se puede aceptar.
A unos pasos de la caravana de Manuel vive Nico, un holandés que arregla una bicicleta bajo el sol. «Es muy reservado, y como no habla el idioma...», apunta 'el alcalde'. De Nico dicen sus compañeros de explanada que no da problemas, como si hubieran aceptado su presencia mediante plebiscito. No todos son bienvenidos. Porque para algunos, los campamentos son poco menos que un infierno compartido, algo así como estar dentro de 'La comunidad', aquella película de Álex de la Iglesia en la que los vecinos estaban dispuestos a acabar unos con otros. Pero también hay quienes lo ven como un paraíso donde pasar los meses de verano en primera línea de playa, sin los sablazos de las compañías aéreas y las cadenas hoteleras. Para los adictos a este modo de vivir, las caravanas y autocaravanas suponen casi una inversión a medio plazo que permite desplazarse por ciudades y países con la casa a cuestas o asentarse, bordeando la legalidad, en parajes extraordinarios como Sacaba, llamada así, no sin guasa, porque en sus aguas termina el litoral de Málaga capital. Es una zona aún sin masificar, aunque cada vez más concurrida.
Muchos viajeros consideran que las caravanas resultan una oportunidad para alejarse de las rutas turísticas de manual, trazar itinerarios con mayor autonomía e intimidad y, parafraseando a Antonio Vega, hacer un hogar de cualquier sitio. Pero otros, como Manuel, se han visto abocados a vivir sobre ruedas como alternativa a la marginalidad, ahogados por el desempleo y el precio a menudo inasumible de los alquileres. Como ocurre fuera de este micromundo, la brecha económica salta enseguida a la vista, en este caso en función del tipo de vivienda portátil: las caravanas, mucho más baratas, necesitan ser remolcadas por un vehículo. Las autocaravanas, en cambio, cuestan decenas de miles de euros y son independientes. Pero en Sacaba, con independencia de que tengan más o menos dinero, todos guardan una historia.
Manuel acaricia a todos los perros que pasan por su lado. Ninguno es suyo: «Son de mis vecinos, pero los he visto criar y se llevan bien conmigo. Yo aprecio a los animales». Unos metros más al sur toman el sol Javier y Mela. Aún no han sacado sombrillas ni mesas, a diferencia de Manuel. Apenas tienen sobre la tierra sin asfaltar de la explanada unas sillas de playa, otra alfombra de césped artificial y dos cuencos con comida para sus perros. Un accidente cambió la vida de esta pareja de funcionarios, ahora jubilados por incapacidad física.
–¿Qué ocurrió?
–Javier: Tuvimos un accidente de moto muy gordo. Yo llevo más de cuarenta operaciones y kilo y medio de titanio encima. Caí de lado y me pasaron dos ruedas de un coche por encima. Me partieron la rodilla, la tibia, el peroné por varios sitios, el hombro, la mandíbula, la pelvis y la cadera. Ella voló y tuvo un trauma craneoencefálico. Tenemos una casa, pero desde entonces para mí esto es vida.
–¿Y no echáis nada de menos?
–Mela: ¡El agua! A veces voy a la casa a ducharme y vuelvo...
–Javier: Es que ella es de Madrid (risas). Allí tienen otro rollo, ya sabes. Después de lo que nos pasó... Para vivir en una autocaravana tienes que renunciar a muchas cosas, pero a la vez ganas otras.
–¿Como cuáles?
–Javier: La libertad. Se vive bien si no tienes porculeros al lado, porque en el mundo de las autocaravanas hay mucho tocapelotas, mucho hippie venido a más, niños pijos a quienes les gusta dar por saco, pero aquí estamos bien. El otro día hubo un cumpleaños y estuvimos todos: Pedro, Patricia, Paco... Terminamos juntándonos un montón. Ponemos la radio, comemos, bebemos y lo pasamos bien. Y todos respetamos a todos, eso es fundamental.
Tímida, una mujer se asoma desde otra autocaravana, a unos metros. «Es Leonor, ella es más reservada», avisa Javier. «¿Un reportaje de qué?», pregunta esta viuda de un inspector de policía: «¿Con mascarilla? Yo llevo mis dos vacunas puestas». Como en el caso de sus vecinos, Leonor tiene un piso pero ha optado por vivir a pie de playa, siempre con el recuerdo de su marido: «Primero nos compramos una tienda de campaña, cuando éramos jóvenes. Nos encantó eso de dormir en la arena, viendo las estrellas».
–¿Y cómo se pasa de una tienda de campaña a una autocaravana?
–Nos compramos una caravana y luego una autocaravana. Nos encantaba el privilegio de tirarnos al agua cuando nos apetecía, abrir la puerta y tener esta amplitud... (señala toda la zona). Todo es naturaleza, y tienes tu casita pero con ruedas. Es distinto.
–Cuando murió tu marido, ¿tuviste claro desde el principio que querías seguir viviendo así?
–Totalmente. Te das cuenta de lo poco que necesitas. Tengo dos hijas, una de 36 y otra de 26 años. Vienen a verme y me dicen: «Mamá, el ambiente que hay allí no va contigo». Pero yo sé lo que tengo y lo que no tengo que hacer.
Lucy, su perra, le avisa de cualquier movimiento extraño. «No tengo miedo. El miedo te resta libertad. Quien venga a hacer algo malo se encuentra conmigo», advierte. Aunque vive sola, tiene la misma sensación de pertenencia a una comunidad que sus compañeros de explanada, como si Sacaba fuera una realidad paralela ajena al resto de la ciudad: «La convivencia no siempre resulta sencilla. En la vida tienes que respetar y dar lo mejor de ti misma sin esperar nada a cambio, saber con quién te relacionas. Cuando no quieres moverte tienes mil excusas para no hacerlo, pero yo no soy así. Las personas que tenemos perros somos muy sociables».
Entre frases que parecen sacadas de un libro de autoayuda, Leonor se permite la primera risotada, sonora, espontánea, cuando le preguntan qué echa de menos: «Nada, jajajaja». Y enseguida vuelve a casa, como si tuviera que atender un asunto urgente. Antes de subir a la autocaravana vuelve el rostro y explica: «Es que estoy haciendo guisadillo. ¿Queréis?».
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