Los excluidos de la valoración de la discapacidad
Patricia no puede optar a una plaza concertada en un centro de día, Pilar ve «imposible» acceder a la ayuda a domicilio y Encarni necesita «el papel» para dar soporte escolar a su nieto. La lista de espera de dos años en el centro de Málaga ha puesto sus vidas en suspenso
Luchan contra la etiqueta y el estigma, pero a la hora de la verdad, ese papel que acredite la condición de discapacidad es la diferencia ... entre llevar una vida más o menos normalizada o ponerla en suspenso una media de dos años. Las historias de María Isabel, Encarni, Pilar, Regina, Myriam o Jesús Javier están escritas en el limbo administrativo del Centro de Valoración de la Discapacidad (CVD) de Málaga, cuya lista de espera aleja las opciones de acceder a una plaza en un centro de día, a una ayuda a domicilio, a un apoyo en la escuela o a un trabajo adaptado.
María Isabel Millán, madre de Patricia
«La pensión de mi hija se va en la plaza privada del centro de día»
María Isabel Millán (55 años) lleva más de dos décadas luchando para que su hija salga adelante. Desde hace más de dos, también lo hace contra la administración: a Patricia (30) le detectaron un tumor en el cerebelo a los seis años y la operación para extirparlo salvó su vida pero le dejó importantes secuelas y una discapacidad del 77%. A los problemas en la vista, la orientación, la memoria o la marcha se le sumó, hace tres años, un derrame cerebral y otro importante rosario de complicaciones que hoy la hacen «prácticamente dependiente». Aquello también segó su autonomía para cuidar de su hijo, nacido un año antes. María Isabel lleva más de dos años esperando a que el CVD actualice el grado de discapacidad de su hija, entre otras cosas para poder optar a una plaza concertada en el centro de día al que acude a diario: «Sin esa puesta al día ella tiene que pagar los 800 euros que cuesta una plaza privada. Con su pensión de 1.000 euros puede hacerlo, pero no mantener a su hijo».
Pilar Sabater, 84 años
«Necesito ayuda en casa, pero sin el certificado, no llego»
Tiene 84 años y una lista de achaques que no sólo van más allá de los habituales para su edad, sino que también limitan su vida «extraordinariamente»: Hace tres décadas, a Pilar le pusieron una válvula metálica en el corazón después de una compleja operación, en 2008 le practicaron una histerectomía por un tumor y hace dos años volvió a quirófano para cambiar la válvula cardiaca por un marcapasos. La mala suerte quiso que le dieran el alta el día antes del confinamiento: «El médico me dijo que tenía que andar mucho y mira lo que pasó: fue una ruina total». Cuando pasó lo peor de la pandemia, y ya aferrada a un andador, pidió cita al CVD para que le actualizaran su discapacidad reconocida del 23% por un grado que se adaptara a su situación actual. «Me dijeron que tenía lo que tenía, sin derecho a más», lamenta Pilar, que sin ese certificado ve «imposible meter a alguien conmigo en casa, porque ya necesito la ayuda y vivo sola. Y con mi pensión, no llego».
Encarni Jiménez, abuela de Erik
«Mi nieto lleva marcapasos. Sin el papel, estamos 'vendidos'»
La hija de Encarni Jiménez (65 años) sabe bien lo que significa la de cal y la de arena. Como paciente del síndrome de Sjögren –una variedad de lupus que ataca las glándulas que lubrican los órganos–, tenía un 2% de posibilidades de que los hijos mellizos que venían en camino padecieran una miocarditis a causa de su enfermedad: uno de ellos nació sano, pero la exigua estadística hizo diana en Erik, que hoy tiene cuatro años pero que lleva marcapasos desde los dos años y medio. En noviembre hará un año que Encarni pidió formalmente la valoración de discapacidad para su nieto, «pero ya me han dicho que va para largo y que me puedo meter en 2022». El papel que acredite las circunstancias especiales del pequeño permitirían, a medio plazo, el apoyo escolar «si fuera necesario»; pero sobre todo la tranquilidad, en el corto, de saber que «si pasa algo, por ejemplo en el colegio, estamos respaldados por ese documento». «El niño lleva el marcapasos en medio del pecho: imagina lo que es eso a los cuatro años, con todos los golpes que te das. Sin ese papel, estamos 'vendidos'».
Jesús Javier Díaz, 48 años
«Tengo apnea severa del sueño y mi trabajo es conducir»
Jesús Javier Díaz (48) es presidente de la Asociación Nacional para Personas Obesas y el Tratamiento de la Obesidad (ASEPO) y lleva años luchando para que esta enfermedad metabólica sea considerada una patología y, por lo tanto, susceptible de entrar en los supuestos de la discapacidad. Obeso de grado 1, este comercial arrastra un rosario de patologías asociadas que de manera independiente sí podrían ser tenidas en cuenta si se agravaran pero que ahora lastran la posibilidad de ajustar su trabajo y sus horarios a sus condiciones especiales: «Como comercial, estoy todo el día al volante y tengo diagnosticada una apnea del sueño severa que me hace quedarme dormido al volante. Por no hablar del desastre de horarios, que me impiden seguir el tratamiento para cuidarme», afirma Jesús Javier, afectado también de una escoliosis, una insuficiencia venosa o una artrosis degenerativa: «En el CVD me han dado un 12% de discapacidad, pero necesitamos llegar al tope del 33%». Ahora, ha puesto su caso en manos de un abogado.
Myriam García y Regina Alcántara
«A nuestras asociaciones llegan auténticos dramas»
Presidentas, respectivamente, de la Asociación de Bipolares de Andalucía Oriental y de la Asociación Malagueña de Síndrome de Asperger, Myriam García y Regina Alcántara están habituadas a que en sus colectivos haya «auténticos dramas» por los retrasos en las valoraciones. La primera denuncia que a su colectivo, además del estigma, se le cierran las puertas del mercado laboral «por no tener ese documento»; mientras que Alcántara lamenta que la «falta de preparación» de algunos profesionales ha hecho incluso que «a algunos padres les hayan retirado la minusvalía», ya reconocida, de sus hijos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión