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La familia Regateiro en la playa de Chipiona
1958: Un verano entre forasteros

1958: Un verano entre forasteros

Lo que para Iluminada Regateiro estaba llamado a ser unas apacibles vacaciones en una casa alquilada junto al mar acabó convirtiéndose en un imprevisto episodio con tintes de película de Rossellini o De Sica, con un robo y sus reñidas consecuencias como espontáneos ingredientes

Pedro García

Viernes, 5 de agosto 2016, 00:59

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Apenas unos años antes de que las canciones del verano popularizaran con sus nostálgicos estribillos los periodos estivales, los incipientes viajeros europeos acabaran por invadir las costas mediterráneas y el paisaje local se poblara de chiringuitos, tiendas de souvenirs y todo tipo de establecimientos de hospedaje, existían aún rincones vírgenes a pie de playa, este es el caso de Chipiona (Cádiz) en 1958 ajenos a estos fenómenos. Tanto que incluso a los turistas patrios los seguían denominando forasteros. Distinguir a un forastero de un lugareño a golpe de vista no era una tarea difícil, pues mientras los primeros lucían modernos trajes de baño y se tumbaban en amplias y confortables toallas, los segundos todavía se zambullían en el mar con una especie de batas, de tejido un tanto áspero al tacto, y se secaban de pie al sol.

La familia Regateiro el matrimonio con sus dos hijos, la abuela materna y la inseparable Tata, al cuidado del pequeño José Manuel acostumbraban por esa época alquilar por tres meses una casa en aquella playa próxima al Santuario de Nuestra Señora de Regla, en lo que constituiría durante décadas el escenario de reencuentros familiares desde Sevilla, Barcelona y Málaga.

Cada comienzo vacacional conllevaba la misma rutina de preparativos. Instalarse en un casa prácticamente vacía para tan larga estancia obligaba a tener que trasladar desde los pesados colchones de lana y utensilios de cocina inclusive una cocinita de petróleo para evitar el anticuado fogón de carbón existente en el destino, a ropas de cama y baño, sin olvidar hacer acopio de provisiones:sacos de patatas, ristras de ajos, cartones de huevos, legumbres y todo lo que no fuese fácil conseguir en los comercios locales de un pueblo de pescadores.

«Mi familia, desde siempre ha veraneado. La gente de Sevilla que se lo podía permitir tendía a ir a las costas de Chipiona, Rota y Sanlúcar. Mis abuelos ya lo hacían, y tenían que trasladarlo todo en un carro», relata Iluminada Regateiro que a la sazón tenía once años recién cumplidos. «En mi casa siempre se mantuvo esa tradición. Y bueno, ese año 1958, mi padre alquiló una camioneta que iba a mandar a Chipiona cargada hasta los topes. Nosotros íbamos después en el autobús con las maletas con la ropa».

La primera parada forzosa era en Jerez. En esta ciudad con nombre de vino su padre saldría al encuentro del conductor de la camioneta para acompañarle e indicarle el final del recorrido. Mientras tanto, el resto de la familia se adelantaría para recoger las llaves y que la casa estuviese abierta y ventilada antes de descargar y colocar todos los bultos y utensilios.

Manuel, al que sus allegados apodaban El Regateiro, un hombre de carácter afable y deportista, llegó a jugar en la Balompédica Linense hasta que una inoportuna fractura truncó su carrera deportiva para convertirlo en pequeño empresario no quiso desperdiciar la oportunidad de probar los virtuosos caldos que brindaba aquella tierra y propuso al conductor parar en una taberna para dar cuenta de ellos antes de ponerse en ruta, ofrecimiento que este aceptó sin rechistar. El vehículo permanecería mientras tanto a buen recaudo aparcado en una céntrica plaza junto a un conjunto escultórico ecuestre.

«Iban a tomar solo una copita. Pero se debió animar tanto la conversación que acabaron poniéndose hasta arriba», rememora con una sonrisa. «Lo peor de todo es que para cuando fueron a darse cuenta de la hora y a coger la camioneta, se encontraron con que no habían dejado ni la lona que envolvía la carga. Nos lo habían robado absolutamente todo: desde los colchones hasta los cubiertos, la ropa y la comida».

¿Habría sido más oportuno que idear una rebuscada coartada cursar una denuncia y reconocer la realidad de los hechos? «A mi padre se le debió pasar la cogorza en el momento. Él como buen amante del cine de aventuras y del western se estudió su propia película y dijo, bueno, vamos a seguir, y a ver qué le explico yo ahora a mi mujer».

Para cuando llegaron con la traqueteante camioneta vacía, la familia al completo aguardaba expectante a las puertas de la casa.

«Manolo, ¿pero qué es lo que ha pasado, dónde están las cosas?», preguntó atónita y con el semblante pálido la mujer.

«¡Calla, calla, que tú no te puedes ni imaginar lo que nos ha pasado por la carretera!». improvisó.

¡Ay! ¿Y qué os ha pasado? ¿Estáis bien?

«Pues que nos han parado dos tipos por el camino. Nos detuvimos porque pensábamos que les había pasado algo y nos han robado todo lo que llevábamos» dijo señalando el vehículo.

«Tras compadecerse mi madre de ellos, mi padre debió pensar: ¡Claro. Se lo ha tragado!».

Tan pronto regresó el conductor al pueblo, la noticia debió correr como la pólvora. Con tan mala fortuna, que apenas unos días después, en un casual encuentro en la playa una vecina le espetó: «Anda, que tu marido, menuda ocurrencia» y fue entonces cuando salió a la luz la verdad, con sus explosivas consecuencias. «Y bueno, hubo una catástrofe. Mi madre incluso dejó de hablarle hasta que se le pasó el enfado: Mira lo que nos has hecho, nos has engañado y hasta hemos tenido que hacer doble gasto».

Enumerar el sinfín de anécdotas, a cual más divertida vistas desde el prisma de ternura que brinda la niñez, que se sucedieron a continuación daría para muchas otras historias. Valga como epílogo esta impresión de la coprotagonista y testigo de este relato:«Pese a todo, creo que fue el verano más amargo a la vez que divertido que recuerde».

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