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La última vez que Bad Bunny actuó en España fue en el Sónar de 2019. Yo estaba allí, viendo en directo la revelación de una ... estrella internacional, ese momento exacto en que un fenómeno latino se convertía en icono global. Por una protesta política, el puertorriqueño apareció vestido como un apicultor galáctico, la cara tapada, moviéndose por el escenario como si estuviera inspeccionando colmenas. Podría haber sido él o cualquier otro Benito: aquello fue un acto de fe. Igual que vacunarse, coger un avión o salir por la noche.
Hoy, la fe no basta: hace falta un máster en macroeconomía y la tarjeta a punto de echar humo. Con la gira que acaba de anunciar, la polémica no es el vestuario ni la puesta en escena, sino la subasta encubierta de las entradas. Un algoritmo, ese nuevo oráculo del capitalismo digital, decide el precio en tiempo real. Y el algoritmo no tiene piedad. Tú te debates frente a la pantalla, calculando si te llegará para pagar la luz el mes que viene, mientras él solo piensa en el rendimiento. Consumo ya ha levantado la ceja: quiere investigar por qué lo que empieza costando 100 euros acaba en 300 tras sumarle 'gastos de distribución', cargos VIP y otras creatividades financieras. Bienvenidos al capitalismo de la incertidumbre: hoy pagas por lo que mañana será más barato, gratis, o inalcanzable.
En la Costa del Sol tenemos experiencia, a algunos no les tiembla la tarjeta y hemos normalizado las entradas a más de mil euros por un concierto desde un palco 'platinum' con barra libre y jamón. Lo del 'todo incluido' ha dejado de ser patrimonio de los resorts caribeños; ahora también se aplica a los conciertos. No lo critico: cada uno invierte en su felicidad en lo que buenamente puede. Pero lo que antes era la excepción, ahora se ha convertido en un estándar aspiracional. Ya no se va a un concierto: se adquiere una experiencia, con pulsera, cóctel de bienvenida y, si te descuidas, un certificado de haberlo vivido.
Lo inquietante no es tanto el precio como esa sensación de que cada vez tenemos menos control sobre lo que nos gusta, lo que escuchamos o lo que vemos. En un futuro no tan lejano, un algoritmo decidirá hasta nuestra muerte. Y no hablo solo de la muerte colectiva, sino de la individual, con fecha, hora y 'playlist' personalizada en una especie de triaje vital.
Por eso, cuando la emisora pública Radio 3 se plantó hace unos meses con aquella campaña de «Música sin algoritmos», algunos pensamos que, tal vez, la última resistencia musical esté en las ondas. De eso habla la última canción de Matías Aguayo llamada 'El Internet'. Reivindicar lo humano, con todos sus errores, es más urgente que nunca. Como cuando en la radio se pisan y ponen la misma canción tres veces en diferentes programas. Ahí está la magia. En la torpeza, en el fallo, en lo que no estaba previsto, en la arruga, en el error. Ese lugar al que, por mucho que se lo proponga, el ChatGPT no llegará jamás.
Y si en este artículo aparece alguna incongruencia, considérenla una prueba irrefutable de que sigo siendo, por ahora, de carne y hueso. No hay nada más humano que equivocarse.
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