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Mi Montserrat

Salvador Moreno Peralta

Sábado, 6 de octubre 2018, 14:35

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Tengo asumido que, por ley de vida, en estos tiempos confusos, convulsos y de horizontes empañados se va a producir la desaparición de una serie de personajes que marcaron con su grandeza la época que ahora estamos derribando. Anteayer murió Aznavour, llevándose la memoria de varias generaciones, haciendo un estropicio, como el que se desploma en una mesa arrastrando un mantel cargado de enseres sentimentales. Ahora, a las 7 de la mañana, mi amigo Mariano Vergara me anuncia que se ha muerto la Caballé. Los periódicos se llenarán de glosas, los eruditos pugnarán por ver en qué exacto casillero la colocamos en el olimpo de las más grandes sopranos del siglo XX, saldrán a relucir, naturalmente, la Callas y la Tebaldi, las radios programarán sus actuaciones más memorables, y los comentaristas más entendidos – y también los más redichos- de Radio Clásica dilucidarán si su fiato, su coloratura, su clasificación: dramática, lírica, lírico-spinto , etc, es la que gente cree o la que ellos piensan. En fin, cumpliremos con el ritual fúnebre de la desaparición de alguien importante para volver enseguida al insoportable ruido cotidiano, a menos que uno consiga montarse una realidad paralela que, en este caso, bien pudiera ser aislarse en sus guaridas de intimidad y escuchar los discos de Montserrat, especialmente los grabados entre los sesenta y los setenta, época en la que NUESTRA soprano catalana no tenía rival en el panorama operístico mundial.

La ví por primera vez en Madrid, en el Monumental, creo que el 1963, donde cantó una Pasión según San Mateo a las órdenes de Frhübeck de Burgos. Te podías colar con mucha soltura por los camerinos y le pedí un autógrafo. Luego supimos del bombazo que significó la sustitución en el Carnegie Hall de Marilyn Horne, por indisposición de ésta, en el papel de Lucrezia Borgia. Estando viviendo en Londres en 1971, (no eran buenos momentos para el prestigio de España) mi padre y yo experimentamos un orgullo enorme ante el televisor cuando la BBC le dedicó un programa de una hora en el que nuestra soprano cautivó a la audiencia por su simpatía, naturalidad, dominio del inglés y por su arte, en la cúspide de sus facultades. Sorprendía su «fiato», etéreo, interminable, mágico. Era una mujer de carácter y tenía, al parecer, arrebatos de diva, pero sólo en aras del perfeccionismo, no por bobaliconas extravagancias de prima donna. Atacó todo, desde las óperas de Mozart y Rossini hasta Verdi, Puccini y el belcantismo- donde no tuvo rival- y, si no me equivoco, dos incursiones en Wagner. Suyas fueron las mejores interpretaciones de los setenta del pasado siglo con los mejores elencos, algunas con López Cobos memorables, un dúo de Norma y Adalgisa con la gran Fiorenza Cossoto que no ha sido superado jamás (ni aún cuando, intercambiando los papeles, cantó esa misma ópera con la gran Joan Sutherland) y, en fín, las Cinco Canciones y las Cuatro Últimas Canciones de Strauss con Bernstein ante las que no es fácil contener las lágrimas.

Pero, así, apresuradamente, sólo quisiera subrayar dos cosas: la heroica aventura de su carrera musical, en la que unos padres entregados a una fe inquebrantable se lo jugaron todo a una carta para que la «niña» se fuera a Basilea, con el apoyo económico de una familia barcelonesa. Y, segundo, no sé qué cabriolas tácticas harán ahora los independentistas, de los que se puede esperar el mayor descoyuntamiento de la verdad , pero Montserrat Caballé siempre hizo alarde de su condición de catalana española, por convencimiento, por educación y por razones obvias: una figura mundial no podía encapsularse en el microcosmos de un «caganet». Descanse en paz esta voz universal que ha puesto la mejor banda sonora del último tercio del siglo XX.

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