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Francisco Martínez González
Sábado, 24 de mayo 2025, 11:10
Más que Granados, más que Falla, el protagonista de esta discutible propuesta teatral doble fue el director de escena, Francisco López. El dramaturgo ha ideado ... una ucronía (reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos) que alinea acontecimientos que en realidad nunca pudieron coincidir, para ensartarlos con el hilo de una crítica a los totalitarismos que atenazaron Europa en los años treinta. Y todo ello sobre un fondo único: el estudio parisino del pintor Ignacio Zuloaga, espacio en el que tienen lugar, según la ficción dictada por López, ambas representaciones, precedidas o entreveradas de otras músicas de Granados y Falla que hacen de tejido conjuntivo. Pero para la forzada sincronía de lo asincrónico no basta con la pátina ideológica: Zuloaga, que aparece en escena en 1939 (antes de que los nazis entraran en París), no puede despedirse de un atribulado Granados que había muerto en 1916; las circunstancias de la Primera Guerra Mundial (de la que Granados fue víctima colateral) nada tuvieron que ver con las de la Segunda; la aparición del personaje de Falla (precedida de una proyección de la entrada de Franco en Barcelona en 1939) atribuye al gaditano un exilio que nunca pretendió.
Está claro que las debilidades dramáticas de 'Goyescas', cuyo pulso narrativo se desvanece hasta el anodino final, desmerecen de la obra pianística originaria. Una adaptación demasiado literal del texto vocal a la línea melódica del piano sumerge las palabras en un halo de sombra. El coro de majas y majos se resiente de una densidad textual tan alta por unidad de tiempo, que hace de las palabras un amasijo intraducible. Sin embargo, ni el Coro Intermezzo, menos compacto que otras veces, ni la desflecada dirección musical de José María Moreno coadyuvaron a disimular esas carencias.
En general, las voces femeninas brillaron a mayor altura que sus contrapartes masculinas. Raquel Lojendio (Rosario) tejió su rol de gran dama con decoro, y Mónica Redondo (Pepa) perfiló una maja creíble y sensual. No fue ese el caso de Enrique Ferrer (Fernando), cuyo personaje resultó artificioso, ni Damián del Castillo (Paquiro), al que faltó prestancia. La componente coreográfica de la función, responsabilidad de Olga Pericet, embelleció el conjunto con encajes de intensa brillantez.
Y un 'Retablo' ruidoso...
En el título fundamental del Falla más neoclásico resultó gratamente solvente el personaje del Trujamán que urdió Lidia Vinyes-Curtis. El tenor pamplonés José Luis Sola construyó un Maese Pedro muy directo y comunicativo, al tiempo que Joan Martín-Royo cantó su Don Quijote en un noble modo declamatorio.
La transparente naturaleza camerística de la música de Falla exigió el desempeño cabal de casi todos los atriles solistas de la OFM, pero a esa transparencia no contribuyó precisamente la dirección de José María Moreno. Un mejorable control de los matices opacó, entre otras, la última intervención de Don Quijote ('¡Oh Dulcinea, señora de mi alma!'): hilos de plata que requieren, sin duda, mayor reflexión y delicadeza.
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