«¿A la Alcazaba, por favor?»
Lo dice la publicidad: 'Andalucía te quiere', 'Al turismo una sonrisa'... ¿Será cierto o es un tópico más? Para comprobarlo, hoy soy una extraña en Málaga. Sin guía alguna, visito la ciudad con las indicaciones de su gente
TEXTO Y FOTOS: REGINA SOTORRÍO
Domingo, 19 de julio 2009, 13:45
S ON las 8.30 horas. Suena el despertador. Comienza un día más de trabajo, pero hoy es diferente. Hoy no soy periodista. Soy ... una turista más en Málaga. ¿Será cierto eso de que 'Andalucía te quiere' o es un tópico más? ¿Habrá calado la repetida frase de 'Al turismo una sonrisa'? Voy a comprobarlo, y para ello me dispongo a visitar Málaga sin la ayuda de guía alguna, sólo con las indicaciones y consejos de su gente. Pero antes tengo que mimetizarme con el entorno. Lo primero que necesito es un 'look' viajero: bermudas, camiseta, sandalias, bandolera, gafas de sol y, por supuesto, cámara de fotos. Lo segundo, una 'coartada': acabo de llegar en el AVE Córdoba-Málaga y tengo un día para recorrer la ciudad porque mañana cojo un avión. Todo está listo para conocer Málaga en la piel de una turista.
La ruta arranca en la estación de tren María Zambrano. ¡Y el atuendo funciona! Al poco de llegar, me entregan dos vales descuentos para visitar Selwo Marina. En el punto de información turística me hago con mi primer mapa de la ciudad (terminaré con el bolso hasta arriba de ellos), una explicación de los monumentos más señalados (ya suenan los clásicos: Alcazaba, Catedral, Picasso...) y las indicaciones para llegar al centro de Málaga. Pero el lugar es desconocido para mí -es mi primera estancia en la Costa del Sol, supuestamente- y sigo preguntado... hasta que me cruzo con Antonio, jubilado y el perfecto anfitrión malagueño. «¡Vas al centro! Yo te acompaño, voy hacia allá».
Hacia el centro
Durante la próxima hora, él será mi guía turístico particular. ¡Qué lujo! Hablamos de viajes, de Córdoba (mi acento malagueño está a punto de delatarme), de la familia y, sobre todo, de la historia de Málaga. «Es una ciudad de puerto, de gente que iba y venía (...) Si coges el listín telefónico, verás muchos nombres extranjeros». Seguimos por la Avenida de Andalucía, la Alameda Principal y «entramos en el casco antiguo». Plaza de la Marina, calle Larios... y «¡mira!, desde aquí ya se ve la torre de la Catedral». Hacia ella nos dirigimos y nuestros caminos se separan en el Museo Picasso. Despedida y dos advertencias: «ten cuidado con el bolso y con el calor». Muchas gracias Antonio.
Después de sumergirme en la obra del genio malagueño, me dejo atraer por los coloridos bolsos, camisetas y objetos varios de los souvenirs de calle San Agustín. «¿Qué es lo típico de aquí?», pregunto a la dependienta. Su elección es una figurita del Cenachero -«el antiguo pescador de Málaga», explica- por 10 euros. Más tarde lo encontraré en platos, llaveros, tazas y hasta en un montadito de El Pimpi... En otro establecimiento, me recomiendan apostar por comestibles: «el vino y las pasas de Málaga, que venden en calle Granada». Pero no puedo desviarme de la ruta. La Manquita me mira desde el final de la calle. Tras hacer fotos y que me hagan fotos, decido acceder al interior de la Catedral por consejo de la señora que me inmortaliza en el jardín de los Naranjos. «Es muy valiosa», dice.
Con la entrada en una mano y el audioguía en la otra, descubro los tesoros desconocidos del templo. Siempre han estado ahí, pero pocos malagueños se han detenido a conocer su origen, la riqueza de la veintena de capillas que rodean el eje central, la grandiosidad de su coro y sus órganos...
Al salir de la frescura y el recogimiento de la Catedral, me topo de bruces con el intenso sol del sur -¡qué calor!- y busco de nuevo la recomendación de los malagueños. «Tienes que ver la Alcazaba y Gibralfaro». Es la respuesta unánime. Nadie, salvo el personal de los monumentos y los guías turísticos, me habla del Centro de Arte Contemporáneo o del Museo del Patrimonio Municipal. Y tan sólo unos pocos me indican que unos metros más allá de donde me encuentro está la Casa Natal de Picasso. Luego iré hacia allí, pero primero hay que hacer caso a la mayoría.
Consejos
La entrada para la Alcazaba se compra en una máquina pero, por si lo artificial fallara (que lo hace), hay un encargado de supervisar que todo marche bien. Con mucha amabilidad resuelve mis dudas y me explica cómo llegar al castillo de Gibralfaro. En un folleto de la fortaleza árabe, me apunta el horario de ida y vuelta de la línea 35 de autobús. «¿Cómo se lo sabe de memoria?». «Son muchos años repitiendo lo mismo», me responde entre risas. Le pido consejo para comer «algo típico» tras la visita al enclave y, ahora sobre un mapa de la ciudad, me señala dos establecimientos para tapear: El Pimpi y El Quitapenas. Es la tercera vez que hoy me mencionan las bodegas de calle Granada.
Conforme subo hacia el palacio de la Alcazaba empiezo a darme cuenta de que las sandalias son muy cómodas para andar por la ciudad, pero no para el empedrado del monumento histórico. Un típico fallo de turista. El segundo error empieza a hacer estragos: el sol me quema la cara y los brazos. Y no llevo protección... Aprovecho, como otros tantos, para refrescarme en las fuentes que adornan los jardines del monumento. Y sigo adelante. Las vistas de Málaga atraen la atención de todas las cámaras de fotos del lugar, entre ellas la mía.
Son las 14.30 horas. Es el momento de reponer fuerzas y hago 'parada técnica', tal y como me han aconsejado, en El Pimpi. Ajoblanco marengo, tostas El Pimpi y un Cenachero (lechuga, tomate, mayonesa y atún en pan). Me entretengo leyendo las dedicatorias en los barriles, intentando reconocer a una jovencísima Cayetana de Alba en las fotos... y escuchando de fondo una guitarra española. Creo que soy la única malagueña en el local.
Con el estomago lleno, mi próximo destino es la plaza de la Merced. Allí visito la Casa Natal de Picasso y espero treinta minutos al sol a que pase el bus turístico. Me aseguran que merece la pena los 16 euros del billete para tener una panorámica general de la ciudad. Una vez dentro, el conductor me detalla las paradas y me traza un plan: «puede usted bajarse en La Malagueta, tomar un refresco o un café en un chiringuito, y luego tomar el siguiente bus hacia Gibralfaro». Dicho y hecho. Un paseo por la playa, una charla con el quiosquiero (que me enseña cerámicas de Málaga hechas por él mismo), una coca-cola a la sombra... y de vuelta a la segunda planta del autobús. Me encamino hacia «las vistas más espectaculares de la ciudad», según me han comentado en la playa. Y tienen razón. Desde su laberinto de murallas y entre las decenas de almenas, se divisa una perspectiva única de la urbe: el contraste entre el azul del mar y el verde del parque, entre lo antiguo de la Catedral y lo moderno de edificios colindantes... Espectacular. El camino se estrecha y me cruzo con unos jóvenes que preparan un 'catering' en el castillo. De nuevo, compruebo que soy una turista más. «Pasa, pasa. ¡Que hay que dejar el pabellón de los malagueños bien alto!», grita uno.
Un espeto para cenar
¿Cuál debe ser mi siguiente destino? Ya hay que ir pensando en la cena. Pregunto a la chica que atiende a la entrada de Gibralfaro y, con otro mapa de la ciudad, me aconseja callejear y tapear por el centro: calle Strachan, la Bolsa... Parece que me he entretenido demasiado con la conversación y he perdido el siguiente autobús, así que otra vez me toca esperar más de 30 minutos. En ese 'impasse' charlo con el joven del quiosco ubicado frente al castillo, que me habla del pescaíto frito. «Lo típico es Torremolinos, pero está más enfocado al turista extranjero». Para el producto nacional -como yo-, me aconseja coger la línea 11 de autobús y apearme en El Palo. Y así hago.
Tras bajarme del bus turístico en la Catedral, pasear por la zona comercial de Málaga y entrar en otros tantos souvenirs de calle Granada -llevada por dos chicas vestidas de gitana que publicitan una tienda de trajes flamencos y que me insisten en que no compre «el torito y la gitana»-, me dirijo hacia el este de la ciudad. Frente a una calita, degusto un espeto de sardinas acompañado de sangría. ¡Esto es vida! No puedo hacer fotos, la cámara ha dicho basta y se ha quedado sin batería. Suele pasar.
Regreso al hotel -mi casa- de noche, con menos dinero, ocho mapas de la ciudad, moreno de turista y los pies doloridos... pero con la sensación de haber conocido más y mejor Málaga y a sus gentes. Era cierto: para el turismo hay una sonrisa.
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