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Pepi y Daniel son padres de Olga y de Laura.
«Cuando el niño es mayor, las cosas no van a la velocidad que esperas»

«Cuando el niño es mayor, las cosas no van a la velocidad que esperas»

Daniel Pinazo y Pepi Ruiz. Padres de acogida permanente de Olga (14 años)

Ana Pérez-Bryan

Domingo, 15 de enero 2017, 11:47

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Cuando Pepi y Dani conocieron a Olga (nombre ficticio) hace poco más de dos años en aquella merienda que organizó Hogar Abierto para fijar el primer vínculo con ella supieron que habían tomado la decisión correcta y que la vida de la familia cambiaría para siempre. En el caso de esta pareja, el paso incluía un acogimiento permanente especializado, una fórmula que se refiere a niños que ya no tienen la opción de volver con sus familias biológicas y que, por edad o por discapacidad, tampoco son una prioridad para los padres que quieren adoptar.

Después de aquella merienda, en diciembre de 2014, llegaron algunas cenas y refrescos en terrazas para conocerse mejor, la primera prueba de la convivencia en casa durante la Semana Blanca y, después, el salto definitivo, que fue en verano. «En esos meses no dejamos de pensar en ella ni de interesarnos por cómo le iba en el centro», afirma Pepi, consciente de que a pesar de aquella conexión la vida con Olga tendría sus altos y sus bajos. Y no se equivocó, ya que la niña, que entonces tenía 12 años, había desarrollado un sentimiento de desconfianza muy fuerte después de pasar por dos centros de menores y un acogimiento fallido en casa de su tía. «Cuanto mayor es el niño más complicado es adaptarse, y a veces las cosas no van a la velocidad que esperas: el tiempo que necesitas tú para adaptarte no es el mismo que el que necesita ella», añade su marido, quien suma a la reflexión el hecho de que Olga, quizás por cuna su madre biológica es ucraniana, tiene un carácter más frío que el que se supone a una familia mediterránea.

De hecho, la historia de esta familia heterogénea en la que también juega un papel fundamental Laura, la hija de 18 años de la pareja, funcionó a la segunda. El pasado verano, Olga decidió volver al centro de menores porque la convivencia en casa se había convertido en un ni contigo ni sin ti. «Definitivamente ella no estaba preparada para aquella vida en familia», lamenta Pepi, que ahora recuerda aquellos días de angustia como un peaje imprescindible para darse cuenta de lo que unos y otra perdían en el caso de que aquello no saliera adelante. Pero salió, porque en aquel paréntesis «nos echó de menos y se le despertó el sentimiento necesario», celebran ambos.

Crecer como hermanas

Aunque ya lo hacían antes, hoy Olga y Laura crecen como hermanas: «Se llevan muy bien aunque tienen sus peleas, como cualquier pareja de hermanas», bromea Pepi añadiendo un contundente y cierto «como es normal entre hermanos». Y una es el mejor apoyo para la otra y viceversa, una realidad que en el caso de Laura cuenta con una ventaja especial porque ella padece una enfermedad rara y Olga se ha convertido «en su mejor enfermera». «Ella ya es capaz de ver cuándo le van a dar las crisis y la ayuda diciéndole lo que tiene que hacer», explica Pepi.

«Al final todos nos dimos el tiempo que necesitábamos y la cosa está funcionando», añade Daniel, que trabaja de técnico electrónico mientras la madre, que era peluquera, ahora vive dedicada a las niñas. Además, la familia acaba de cambiar la rutina de la ciudad por la tranquilidad del Valle de Abdalajís, el pueblo en el que Pepi nació y al que acaban de mudarse. Allí, Olga es una más en esa gran familia, y sus padres acaban de firmar el acogimiento permanente. La cuestión de la adopción es algo que aún no se ha planteado, aunque por las circunstancias concretas de Olga es una puerta que en absoluto está cerrada. «Ella dice que quiere nuestros apellidos, que al fin se siente querida y parte de una familia. Y para nosotros, Olga es nuestra hija», concluye su madre.

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