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PROTAGONISTAS. Hoy día, los religiosos siguen siendo personas comprometidas con los movimientos sociales. / YOLANDA MONTIEL
La Iglesia estaba en la calle
MÁLAGA

La Iglesia estaba en la calle

Vivieron entre los pobres como obreros. Fueron curas y monjas trabajadores, religiosos y religiosas en el tajo. Su implicación les llevó al compromiso político y sindical, en defensa de la democracia

GEMA MARTÍNEZ

Domingo, 7 de septiembre 2008, 03:51

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«En las reuniones, las criaturas se dormían porque estaban cansadísimas. Me di cuenta de que ellos trabajaban y yo no». Por aquel entonces -mediados de los años 60- Antonio Calderón era un joven cura de la diócesis de Málaga centrado en las sesiones con los jóvenes católicos.

Ellos trabajaban; él no, y eso no era vivir el Evangelio; no al menos como él lo entendía, ni como lo interpretaron un centenar de curas, religiosos y religiosas que en las postrimerías del franquismo nutrieron el movimiento obrero dentro de la Iglesia. Porque vivir el Evangelio -lo tenían claro- sólo podía pasar por una verdad apuntada en el Concilio Vaticano II y que marcó durante años a muchos de ellos: «Los gozos y las tristezas de los hombres de nuestro tiempo son los gozos y las tristezas de los discípulos de Cristo».

«Encarnarse en los más pobres», esa era la meta, y en aquella época, buena parte de los pobres eran también los obreros: los que estaban en las fábricas, en el campo, en el puerto, en los talleres, en el paro, en la Estación del Perro, en Nuevo San Andrés, en 26 de Febrero, La Palmilla, en Tiro de Pichón, Mangas Verdes, y muy especialmente en La Pesebrera.

La Pesebrera era un poblado de chabolas ubicado en el camino viejo de Churriana, junto a la barriada de Dos Hermanas, donde sobrevivían unas 1.000 familias: «Estaba formado por gente que había emigrado del campo a la ciudad y por republicanos que tenían que presentarle el carné a la policía una vez al mes», recuerda Calderón, que le pidió al Obispado de Málaga media jornada para irse a vivir y a trabajar a La Pesebrera. Posteriormente renunciaría también a la paga de la Iglesia, porque con ese colchón no valía.

El 15 de La Pesebrera

En el número 15 de La Pesebrera vivía, desde los años 60, trabajando como afilador, el cura Carlos García Batún, también conocido como el 'hermano Feliciano', recientemente fallecido y todo un referente para el movimiento obrero de Iglesia. «Los sacerdotes, religiosos y religiosas y militantes cristianos entendieron, al calor de Carlos, que evangelizar era encarnarse, vivir las condiciones de pobreza y exclusión de los trabajadores y gente humilde. Su impacto fue grande y personas tan significativas como don Ramón Buxarrais expresaron su deseo de vivir allí», recuerda Luis Pernía, ahora ATS y por aquel entonces (1968) cura franciscano, coadjutor en la parroquia del pueblo de Lebrija: «Me di cuenta de que en la Iglesia faltaban hombres. Era un pueblo jornalero y muchos estaban trabajando en el campo». Como otros, también él supo que su sitio estaba en el tajo y se fue a trabajar a las marismas, plagadas de mosquitos y de cante jondo.

En Málaga, el número 15 de La Pesebrera se convirtió en una puerta abierta a las inquietudes políticas y sindicales y desde allí, sindicalistas, militantes obreros y cristianos de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) preparaban acciones reivindicativas que posteriormente se llevarían a cabo en la calle y lugares de trabajo. Allí se reunían y también allí buscaban ayuda para las personas encarceladas por los derechos democráticos. Para eso servía la caja de resistencia. La implicación fue total porque no podía ser de otra forma.

En esos momentos la Iglesia apoyaba el movimiento obrero cristiano, pero hasta un límite. «No querían que nos involucráramos cuando las cosas se ponían difíciles. Pero eso no podía ser. Tú no podías vivir como un obrero, descubrir los intereses del sistema, tomar conciencia crítica y luego, en los momentos complicados, retirarte. ¿Cómo te vas a ir en el momento peligroso?» plantea Antonio Calderón.

De hecho, la mayoría de estos curas, religiosos y religiosas fueron activos militantes sindicalistas. Carlos Tapies hizo de enlace sindical cuando se secularizó, tras ejercer de cura obrero en 26 de Febrero, donde trabajó en el taller de un amigo como electricista de automóviles: «La gente no lo veía raro. ¿Qué hace un cura con el mono?, debían pensar». La implicación en el trabajo como línea pastoral estuvo presente en él ya desde el último año de estudio para ingresar en la orden de Los Dominicos.

«La encarnación en los pobres era el objetivo del movimiento. Trabajar como los obreros era el paradigma. Un día pensé que sólo podría ser obrero cuando ya no pudiera ser otra cosa, y así ha sido: el resto de mi vida laboral la eché como electricista de automóviles», relata Carlos, que recuerda que el movimiento de los curas obreros surgió en Francia.

Francés es Juan Blanquet, quien a sus 84 años puede considerarse uno de los curas obreros vivos más veteranos de Málaga. Pertenece a los Hermanos de Foucault, orden en la que ingresó en 1973. Siguiendo su doctrina (sus miembros viven en pequeñas comunidades llamadas fraternidades y se mantienen haciendo el mismo trabajo que sus vecinos), compartió su vida con los habitantes de Dos Hermanas, una barriada que entonces colindaba con La Pesebrera.

Defensor de los presos

Durante muchísimos años fue celador del Hospital Civil y en el 84 fue detenido y encarcelado dos días por desacato a la autoridad. Su delito fue pedir que no dejaran esposados durante la noche a los presos que llegaban enfermos al centro hospitalario, porque sufrían y porque los grilletes les cortaban la circulación y las manos se les ponían como botas. El arrestado por el que intercedió era un argelino, que permaneció en huelga de hambre los dos días que Blanquet estuvo preso.

«Lloré tanto que se creían que yo era su mujer», rememora Victoria Muñoz López, que fue monja y díscola. Tan díscola que un día, después de llevar años reivindicando, protestando y compartiendo con los pobres de la Estación del Perro, una hermana que vino de fuera le dijo: «Pero bueno, ¿dónde está su congregación?». Entonces ella señaló a la gente y le dijo: «Esa es».

El referente de Victoria fue Adolfo Chércole, jesuita granadino: «El trabajaban en Santa Juliana, una barriada horrible. Allí les corrían las ratas. Trabajó en la vendimia, con los gitanos, en los camiones de basura». Dice Victoria que a través de esa figura supo que la vida religiosa tenía que ir por otro lado: «Mi misión no era solucionar la vida de los pobres, sino vivir la vida de los pobres. Sin embargo, veía que, aunque viviera en una zona pobre, llevaba mis hábitos y tenía los privilegios que conllevaba ser religiosa».

Para evitarlo, pidió con mucho sufrimiento un permiso de exclaustración -pese a que para ella la orden «lo era todo»- y se fue a vivir a la Estación del Perro, otra zona chabolista, para trabajar con las mujeres cargando cajas de pescado, limpiándolo y soportando gritos y órdenes, con jornadas de ocho de la mañana a once de la noche: «No nos importaba nada, lo fundamental era vivir el Evangelio y luchar por la democracia», explica esta mujer, que años después, trabajaría también en el Hospital Civil desarrollando una activa labor sindical que en una ocasión llegó incluso a costarle un castigo: el destino a la sala de leprosos, a donde habían enviado a otros dos frailes reivindicativos. «Nos llamaban los rojillos», confiesa.

Reuniones

Vinculada a las Misioneras Seglares, Fuencisla García, entró en el 69 en Citesa: «Lo hice con premeditación para incorporarme a la clase obrera». Desde esa posición fue conociendo a todo el movimiento obrero de la Iglesia y al grupo de curas obreros que vivían en La Pesebrera y en diferentes zonas populares de Málaga: «Allí confluíamos todos. Había gente de grupos políticos, sindicales, con siglas definidas. Igual había una reunión del partido, que del sindicato, que una eucaristía, que un encuentro de reflexión», enumera.

No están todos los que son, ni mucho menos. En el relato de los que hablan hay otros muchos nombres que compartieron la certeza de que la Iglesia no podía estar en otro lugar que no fuera la calle.

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