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Sobre estas líneas, José Luis Martín Lorca y Enrique Alcaraz. / SUR
Los recuerdos del Miramar
MÁLAGA

Los recuerdos del Miramar

Empleados de la última etapa como hotel reviven el día a día de todo un buque insignia

PILAR MARTÍNEZ

Domingo, 25 de mayo 2014, 02:03

A finales de la pasada década de los 50, en una revista alemana, aparecía este anuncio: «El Miramar, con su propio parque al lado del mar, es famoso por sus condiciones climáticas únicas en la Costa del Sol. Temperaturas entre 16 y 24 grados. Es la estancia ideal durante todo el año. Es un hotel de lujo, que pertenece a la cadena Husa, y ofrece todo confort con 300 habitaciones con baño y ducha, con sus terrazas particulares y balcones. También con salas, terraza grande, junto al mar, pistas de tenis, piscina y su propia Bar -Boite. Con atracciones internacionales y representaciones de flamenco. En Málaga se puede disfrutar de las corridas de toros, el golf, los caballos, el tiro pichón y la vela». Así se vendía en los mercados extranjeros el único hotel de la capital en dicha época. El anuncio forma parte de un álbum de recuerdos que con la reactivación del proyecto para volver a convertir este emblemático edificio en un hotel de gran lujo, ha desempolvado Lieselotte Bierbrauer, que fue secretaria de dirección del Miramar desde el 23 de mayo de 1959 hasta el 2 de mayo de 1960.

El inicio de la cuenta atrás para devolver el esplendor a este inmueble, obra del arquitecto malagueño Fernando Guerrero Strachan que fue inaugurado en 1926 por el rey Alfonso XIII, acompañado por su esposa, la reina María Victoria Eugenia, con el nombre de hotel Príncipe de Asturias, ha hecho aflorar a la memoria de antiguos empleados de la última etapa como hotel mil anécdotas que permiten contar cómo era el día a día de todo un buque insignia de la hostelería de aquella época.

Mucho se ha contado de las celebridades, aristocracia y toreros que pasaron por sus suites, pero poco de su funcionamiento hasta 1968, que cerró sus puertas como hotel para readaptarlo a Palacio de Justicia.

Un privilegio

A principios de los años 50, la recepción de este establecimiento era atendida, entre otros, por un joven de 18 años, José Luis Martín Lorca, que acababa de terminar sus estudios de Comercio y que conseguía este puesto tras un tiempo de aprendiz, sin cobrar nada, y gracias a la recomendación de su hermana, Carmela, que era la jefa de la centralita del Miramar, en la que seis telefonistas atendían las llamadas de los clientes.

Martín Lorca, ahora reconocido empresario hotelero de la Costa del Sol y taurino, asegura que el Miramar era el hotel más bonito de España en aquel momento y que sus empleados, que superaban con creces los 120, consideraban que era todo un privilegio prestar servicios a tan selectos viajeros.

A la derecha de la entrada principal, en el patio central, y tras una barra hacían jornadas de dos turnos los recepcionistas, ataviados de traje de gala. «En el pleno verano teníamos que vestir con pantalón de rayas, chaqueta negra y camisa de cuello duro. Pero no importaba. Yo llegué a ir así vestido a una corrida de toros a La Malagueta en agosto porque los toreros que se alojaban nos regalaban entradas, pero no nos daba tiempo ni a cambiarnos de ropa. Era un lujo trabajar en el Miramar», cuenta, para matizar que este hotel fue la mejor escuela de hostelería en los orígenes del turismo de la Costa del Sol. «Era la cantera de profesionales de la que se surtieron más tarde muchos hoteles», explica.

Las peticiones de reserva de habitación llegaban por carta, en correo ordinario, al despacho del director. En esta época, finales de los 50, era José Martínez el que llevaba las riendas de un negocio en el que la ocupación media era muy alta y las estancias muy largas. Contaban con clientes muy fieles, algunos tan fijos en sus reservas que se les asignaban un año tras otro las mismas habitaciones. Lieselotte Bierbrauer era la encargada de abrir la correspondencia y de contestar una a una estas peticiones. «Se respondía también por carta si había disponibilidad o no para la fecha señalada», contesta.

Los empleados conformaban una gran familia, algunos vivían incluso en el establecimiento. Unos eran más conocidos por su empleo, el cajero o el contable, por ejemplo, que por su nombre de pila. Las tareas estaban perfectamente delimitadas y cada profesional solía contar con un aprendiz, que con el paso del tiempo, adquiría una función a desarrollar. En un ambiente exclusivo, de muebles muy clásicos y señoriales, el punto neurálgico del hotel era el patio central. En este vestíbulo se celebraban fiestas importantes cada año como la de la prensa; se vivían a flor de piel los nervios de los aficionados, familiares y cuadrillas de los toreros antes de las corridas en La Malagueta y tras las mismas, y era el punto de encuentro de la sociedad malagueña.

La gran terraza del restaurante, con vistas a un mar, que quedaba tras el muro del recinto, y a un cuidado jardín en el que destacaba una gran piscina con un alto trampolín, era otro de los centros de interés de todos aquellos empresarios que precisaban cerrar transacciones.

Muy cerca, una sala de lectura reunía a los artistas, escritores y personajes destacados de la cultura. En un edificio aparte se encontraba el Pabellón Real, destinado a alojar a los miembros de las Casas Reales y a aquellos aristócratas que estaban dispuestos a disfrutar de unos aposentos singulares pagando un tanto más. «En aquella época era carísimo. Soy incapaz de recordar cuánto costaba una habitación, pero estaba al alcance de solo unos pocos», asegura Martín Lorca. Lo que sí visualiza con claridad eran las dos habitaciones, con sus salones incluidos y dos baños, a modo de un gran apartamento, con que contaba este Pabellón Real.

Menú a 105 pesetas

Tampoco Lieselotte Bierbrauer sabe el precio de las habitaciones, pero entre un montón de recuerdos que guarda de su paso como secretaria de dirección del Miramar aparece una hoja del menú que ofreció este hotel a sus huéspedes el 2 de mayo de 1960 y cuyo coste era de 105 pesetas, a lo que había que añadir un plus del 15% por el servicio. Es solo una referencia de los precios que se pagaban.

«Cada mañana tenía que escribir el menú del día y hacerlo por triplicado: en español, inglés y francés», recuerda. Aunque la mayoría de los clientes eran ricos españoles, muchos del norte que pasaban largas estancias, de varios meses, en invierno en este hotel por las buenos condiciones climatológicas, o cordobeses que frecuentaban cada verano entre dos y tres semanas de vacaciones, el hotel cuidaba mucho su imagen cosmopolita. De ahí que albergara a ilustres como Hemingway y a artistas extranjeros de renombre.

«Me resultaba muy curioso cuando estas familias de la burguesía española llegaban al hotel con su servicio particular, que se alojaban en las habitaciones sin vistas», relata Lieselotte Bierbrauer.

En la elaboración de estos menús trabajaban brigadas muy grandes compuestas por cocineros, pinches de cocina, camareros, jefes de sala, todos ellos con su correspondiente aprendiz, precisa Martín Lorca. Las cocinas, de carbón, estaban situadas en el sótano, donde ahora se ha proyectado un parking con 109 plazas. Ello obligaba a que los camareros pasaran su jornada subiendo y bajando escaleras con las bandejas cargadas. «Es algo que ahora no se concibe», matiza este empresario malagueño que pasó siete años en la recepción del Miramar, desde 1952 hasta 1959. Recuerda que en el restaurante todo era lujo y en el que no faltaba la cubertería de plata.

Las fiestas nocturnas en los jardines eran un gran reclamo. No se escatimaba en traer orquestas importantes y actuaciones internacionales, a los que las jovencitas malagueñas de alta alcurnia acudían incluso con sus mantillas en las fiestas de verano. La fiesta de invierno era otro atractivo, que captaba a tiradores de pichón extranjeros o regatistas.

En la puerta del hotel una parada de coches de caballo, en un momento en que el tráfico rodado era escaso en la ciudad, daba servicio a muchos huéspedes a la hora de desplazarse a la calle Larios para pasear por el centro de Málaga. «Les encantaba esta forma de transporte porque disfrutaban y reconocían en el trayecto las bondades de la climatología, el principal motivo del viaje», ecuerda Martín Lorca.

Ahora esperan con impaciencia ser testigos de la inauguración del proyecto de Hoteles Santos y confían en que el Miramar recupere toda su esencia.

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