«Creí que ETA iba a escuchar»
Mari Mar Blanco recuerda la angustia de la familia en aquellos días de julio, siempre con la esperanza de volver a ver a Miguel Ángel
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Martes, 24 de julio 2007, 21:23
Pasó la recta final del embarazo rezando para que su segunda hija no llegara al mundo en esos días negros y claustrofóbicos de cada mes ... de julio, para que se hiciera esperar un poco más. «Me resultaba muy duro que su cumpleaños coincidiera con unas fechas tan trágicas». Al final, Leire nació el día 15, sólo tres días después del octavo aniversario del asesinato de su tío Miguel Ángel. Tampoco pudo conciliar el sueño las vísperas del juicio, hace poco más de un año, contra los terroristas que le arrebataron a su hermano. Sentía pánico de que 'Txapote' y 'Amaia' se saltaran la inveterada costumbre de los etarras de subrayar con su silencio el desprecio de la banda hacia la legalidad y la Justicia. Temía que relataran el calvario de su víctima por pura maldad, sólo para hacer aún más profundas las heridas de quienes le quisieron. «Me daba miedo que se les cruzara la vena y empezaran a largar que Miguel Ángel hizo esto o lo otro, que no paró de llorar, qué sé yo ». Y ella no quiere saber.
La vida de María del Mar Blanco Garrido quedó marcada para siempre hace diez años. Francisco Javier García Gaztelu, Irantzu Gallastegi y José Luis Geresta mataron a su hermano y dictaron para ella y sus padres otra cruel condena: la de vivir a perpetuidad con un nudo en la garganta. Sus emociones, sus vivencias, quedaron conectadas, como por un hilo invisible, con la tragedia que ETA desencadenó en sus vidas. Ésa es la impresión más vívida que queda al escucharla. Mari Mar -la treintañera, la madre de Andrea y Leire, la hija de Miguel y Consuelo, la mujer de Roberto- es, sobre todo, la hermana de Miguel Ángel Blanco. Porque él está presente siempre y porque ella se empeña en mantener viva su memoria y la de todas las víctimas, volcada en cuidar a sus padres y en «devolverles la sonrisa» -meta alcanzada, gracias a sus niñas-, en su labor como presidenta de la fundación que lleva el nombre del concejal asesinado y en su trabajo en la Cámara Alta junto al senador del PP vasco José Manuel Barquero.
Mari Mar confiesa que se ha hecho su propia «película» de las últimas 48 horas de la vida de su hermano: las que transcurrieron desde que 'Amaia' le obligó a subir a un coche en el apeadero de la estación de Eibar hasta que 'Txapote' le descerrajó dos tiros en la cabeza, a corta distancia y por la espalda, en una pista forestal de Lasarte. «Para poder seguir viviendo tienes que imaginarte que dentro de lo malo tampoco fue tan malo. Prefiero seguir con mi fantasía, por eso no he visto el documental de la reconstrucción de los hechos». Por eso, y porque Miguel Ángel, de carácter inquieto y algo nervioso, profundamente impactado por el secuestro de Ortega Lara, siempre sostuvo que no podría soportar un vía crucis como el del ex funcionario. «Decía que si le secuestraban haría lo posible por rebelarse aunque le dieran dos tiros, pero que sería incapaz de aguantar. Esas palabras suyas angustiaron muchísimo a mi madre entonces. Por eso me siento mal cuando digo que lo pasé mal. Porque si para mí, que tenía el cariño de la gente y podía ver la luz, fue horrible, qué no sería para él».
La esperanza
Fueron dos días al límite de sus fuerzas para ella y su familia, pero en todo momento se aferró a la esperanza. Hoy esboza una sonrisa melancólica cuando recuerda cómo, «con la inocencia de una chica de 22 años», comentaba con policías, guardias civiles y ertzainas que si «en el buen sentido, invadían» el País Vasco los terroristas no tendrían escapatoria y les sería imposible hacer ningún movimiento sin que les detectasen. Y cómo los agentes le explicaban que los etarras conocían como la palma de su mano las «carreteras de monte» que la «gente normal» no suele transitar, lo que hacía complicado dar al traste con sus macabros planes.
«Pensaba que ETA iba a escuchar, ilusa de mí. Recuerdo la manifestación de Bilbao del sábado 12, tan tremenda. Aquello me dio la esperanza de volverle a ver. Llegué a casa y le dije a mi madre: 'Ama, estáte tranquila, que a Miguel le van a liberar'. No sólo yo, mucha gente creyó que ETA no podría desoir aquel clamor, aquellos gritos de tanta gente. Me decían que seguramente le pegarían un tiro superficial pero que no se atreverían a matarle. Por primera vez en la historia les hicimos a ellos sentir el miedo que durante tantos años habíamos sentido nosotros. Se lo devolvimos, y eso me hizo pensar que no cumplirían su amenaza».
Pero a 'Txapote' no le temblaron las manos para empuñar su 'Beretta'. Las mismas manos que Mari Mar y su madre no podían dejar de mirar desde el otro lado del cristal de la 'pecera' de la Audiencia Nacional. Unas filas por detrás del asiento desde el que siguió la vista oral, hubo algo que laceró a Mari Mar más todavía que la charleta displicente de la pareja de etarras. «De esa gentuza te puedes esperar que se rían, pero lo que más me dolió fue la sonrisa de su madre a la mía, fue una sonrisa de alegría por lo que sus hijos habían hecho. Dios mío, ¿qué madre se puede alegrar de que su hijo arrebate un hijo a otra madre?».
El dolor
El dolor que atravesó el corazón de los Blanco Garrido durante el juicio se vio mitigado al menos por la «cierta paz» que les dio saber que se había hecho justicia. El dolor que empezó a asomar sus garras en una llamada telefónica de Ermua a Londres el 10 de julio de 1997 ya no la abandonará nunca. «Llama a casa, Mari Mar». Desde la residencia de estudiantes donde pensaba vivir seis meses para perfeccionar el inglés y pulir su currículum de recién licenciada en Turismo, marcó el número de sus padres. Al otro lado del hilo, una voz desconocida le pidió que se identificase. Algo iba mal. Por fin, escucha a su madre. «Han secuestrado a Miguel Ángel». «No te preocupes, parece que va para largo», le dijo su tío. Mentira piadosa. No importa. Se pone en contacto con la Embajada. Vuela de Londres a Bilbao. Se siente, literalmente, en las nubes. No da crédito. «Mi hermano, al que no le conocía nadie, en Ermua, un sitio que muchas veces teníamos que explicar dónde estaba No podía ser».
Era. Aterrizó sin red en la realidad a mediodía del viernes 11 de julio. Miguel Ángel no estaba pero su rostro se había multiplicado hasta el infinito en las paredes del pueblo. «Miguel, te esperamos». «Ahí me derrumbé». A veces, en las peores tragedias, las circunstancias se alían con la crueldad de quien las provoca. Son las cuatro de la tarde del caluroso sábado 12 de julio. La hora límite. Comienzan cincuenta minutos de máxima angustia para los Blanco Garrido, a la espera de una llamada. Por un error absurdo, se informa a la familia de que Miguel Ángel está bien, que le han encontrado con un disparo superficial en la cara. «Bajé al portal y vi a la gente llorando. Recuerdo que les decía: 'No lloréis, que mi hermano está bien'. Hice el trayecto entre Ermua y San Sebastián entre lágrimas, pero de alegría». El mazazo les sobrevino al llegar al hospital Nuestra Señora de Aránzazu. Miguel Ángel agonizaba.
La «traición»
Hoy, el hilo invisible que conecta a Mari Mar con aquellos días de julio le trae un dolor distinto y amargo, el que percibe como una «traición». «Me siento dolida y traicionada. Sobre todo por el tema De Juana Chaos. Los mismos que en Ermua estuvieron al lado del PP en la firmeza de que no se podía ceder ante los terroristas ahora se han sentado a negociar con ETA y han claudicado ante las súplicas de un terrorista sanguinario que tenía en sus manos elegir si quería vivir o no. Ojalá a mi hermano le hubieran dado esa oportunidad».
Ésa es ahora su razón personal para patearse el país en autobús, para multiplicarse en actos, entrevistas y discursos, para desgañitarse pidiendo consenso y movilización. «Con Miguel Ángel la sociedad se dio cuenta por primera vez de la inocencia de la víctima, se desterró esa frase maldita de 'algo habrá hecho', marcó una clara divisoria entre totalitarios y demócratas. Estoy empeñada en que la gente recuerde. Todo aquello no puede caer en el olvido». Y ella recuerda, siempre, el último beso que le dio a un soñoliento Miguel Ángel antes de embarcar rumbo a Londres. «Eran las ocho de la mañana de un domingo 9 de marzo».
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