Teoría de cuerdas

Hay algo en el otoño que invita a reflexionar. En cuanto cae la primera hoja, el vecindario ve cómo Julián sale al balcón, se sienta en su pequeña mesa y escribe ecuaciones muy despacio en su cuaderno. Dime, Julián, ¿encontraste ya a la que vuela? Pero Julián no contesta, sigue completando su teoría de cuerdas. No, no juega con las matemáticas, sino con las marionetas.

Bajo su balcón, un cartel borroso de 'Se alquila piso'. Una promesa de 55 metros cuadrados de felicidad para cualquier pareja joven a la que no le importe gastar dos tercios de su salario en cambiar ese cartel por otro que diga 'Home, sweet home'. Pedro y Ana debaten si se pueden permitir o no el lujo de tener un horno, una bañera, un buzón.

No, no era esto lo que esperaban. Pedro iba a ser ingeniero, trabajaría en una gran empresa investigando energías renovables y ayudaría a crear un futuro con menos asfalto y más alegría. Ana enseñaría a los niños a pensar de forma independiente en una escuela con biblioteca. Un día se casarían, comprarían ese piso, u otro, pintarían las paredes y elegirían el nombre de su bebé. Sí, eso es lo que les habían enseñado, uno más uno son tres. Pero las matemáticas también fallan.

Ahora saben que les ha tocado ser nómadas. Y aunque parezca mentira, cada vez les gusta más la idea. En este futuro no tendrán un trabajo sino cien, no irán a una empresa, la crearán ellos, no seguirán las normas de otros, formarán sus propias ideas, es posible que no tengan horno, ni bañera, ni calefacción central, pero sí tendrán ganas, amigos, compañeros de verdad.

Julián sonríe al verlos, acaba de ver clara la ecuación, su teoría de cuerdas. Resulta que las variables son infinitas y no hay modo alguno de controlar a estas marionetas. Dime, Julián, ¿encontraste ya a la que vuela?