Vista de Málaga desde el mar hacia 1780.Archivo Díaz de Escovar
El Castillo de San Lorenzo: un fuerte en una alameda
Tribuna de la Historia ·
La presencia de naves hostiles y los asaltos de corsos y piratas fueron frecuentes durante siglos en Málaga, lo que hizo necesaria la edificación de una fortificación junto a Puerta del Mar.
FRANCISCO CABRERA
Lunes, 27 de mayo 2019, 01:09
La presencia de naves hostiles de los más variados orígenes y banderas en nuestras aguas mediterráneas fue frecuente durante siglos. Armadas angloholandesas o francesas, según las alianzas políticas del momento, se acercaban a una ciudad que como Málaga presumía de un importante comercio y se encontraba en una situación geoestratégica privilegiada, tan cerca del Estrecho y de las plazas norteafricanas. A estas preocupaciones se unían los habituales asaltos de corsos y piratas que en saetías y jabeques procedentes de las «tierras de Berbería» producían inseguridad y temor entre las poblaciones costeras.
En los últimos años del decadente reinado de Carlos II, la decrepitud del último de los Austrias permitió que las potencias europeas se animaran a repartirse, a su antojo y mediante constantes intrigas palaciegas, el aún inmenso Imperio español. Luis XIV llevaba tiempo pretendiendo parte del territorio hispano a través de las denominadas Guerras de Devolución, siendo en este contexto en el cual hay que situar el ataque a Málaga de unas naves galas en el verano de 1693.
Unas naves que a su llegada a las aguas malacitanas encontraron una ciudad con muy poca defensa, al carecer de tropas y armas en suficiente número y envergadura. La presencia de flota tan numerosa produjo la lógica alarma entre la población civil que huyó, el que pudo al menos, hacia las localidades del interior intentando de esa forma alejarse de un posible desembarco. Tras un bombardeo que duró unas cinco horas, Málaga tuvo que rendirse a cambio de abastecer a la armada del mariscal Tourville que la mandaba: 150 vacas y 500 carneros, entre otras vituallas.
Poco podían hacer nuestras autoridades con los escasos medios de que disponían, por lo que D. Félix de Marimón, gobernador de la ciudad, se vio obligado a aceptar la petición impuesta, intentando al menos disminuir la medida de la demanda.
Cuando la noticia de la rendición llegó a la Corte se produjo un comprensible malestar, solo justificable ante la escasa preparación militar que la ciudad malagueña podía ofrecer. Por ello, se hacía necesario fortificar a Málaga y a su puerto, con fin de evitar la repetición de unos hechos semejantes a los ya vividos en aquellos días.
Para realizar un análisis de las defensas que presentaba esta ciudad y el proyecto de cómo mejor fortificarla fue enviado el ingeniero Hércules Toreli, que firmaba sus escritos como «capitán de caballos, arquitecto militar, ingeniero y matemático», nada menos.
Proyecto de fortificación de la Málaga y su puerto
Archivo General de Simancas.
El proyecto que realizó incluía, junto a otros baluartes, la construcción de un murallón en dientes de sierra que en la ribera del Guadalmedina protegiese al caserío no solo de cualquier ataque, sino además de las habituales inundaciones del río que tanto daño causaban.
En la playa delante de la Puerta del Mar y las Atarazanas era preciso levantar un hornabeque (que con el tiempo pasaría a llamarse de San Lorenzo), con una estructura muy sencilla: una planta irregular para adaptarse al terreno, con apenas una cortina perimetral que uniese los principales enclaves donde habría de ubicarse la artillería. Sin duda, el ingeniero Toreli consideraba como principal elemento defensivo el propio mar a cuya orilla habría de edificarse. A pesar de su simplicidad, las piezas, estratégicamente situadas, podrían impedir cualquier ataque a los muelles procedente del oeste. A comienzos de 1697 y tras la preceptiva aprobación del Rey se iniciaron los trabajos que finalizaron en 1701, es decir, ocho años después del ataque francés que motivó su construcción.
Sin embargo, esa misma ubicación tan cerca del agua, fue la causa de los numerosos problemas que padeció durante la primera parte del siglo XVIII. Y es que cada vez que se producía una tormenta, la fuerza del oleaje socavaba sus cimientos obligando a reponer la escollera que la mar le arrebataba.
Pasados los años, la dinámica marina y las arenas aluviales del cercano Guadalmedina fueron aumentando la línea de costa delante del hornabeque, alejando el agua del alcance de sus fuegos. Esta circunstancia propició que, en el verano de 1776, el Ayuntamiento propusiera la demolición del Castillo de San Lorenzo al disminuir de forma notoria el alcance de su artillería.
Y es que en aquella fecha ya habían aparecido numerosas peticiones para construir en ese terreno de playa, delante y al este del San Lorenzo, donde por cierto había nacido una pequeña alameda. El proceso resultó muy complejo, porque muchas voces se levantaron en contra de destinar ese arenal a construir nuevos edificios y a un futuro paseo con arbolada incluida.
Al fin, en el cabildo municipal celebrado el 12 de noviembre de 1783 se leyó la real orden de Carlos III, por la cual se disponía (aún respetando el San Lorenzo) la urbanización de la fachada sur de la ciudad, delante de las Atarazanas, con la plantación de una alameda; propuesta muy del gusto de la mentalidad ilustrada de la época. El mandato, comunicado por Miguel de Gálvez y firmado por el conde de Floridablanca, concedía: «… su real permiso para componer y adornar con arreglo al plan y proyecto que ha formado el ingeniero D. Fernando López Mercader, la Puerta del Mar y su playa circunvecina como punto más principal donde concluir el camino que se está construyendo desde esta misma ciudad a la de Antequera y el de la costa por Vélez a Granada …».
A partir de este momento, las peticiones de particulares para edificar en la nueva Alameda que empezaba a formarse fueron en aumento, una Alameda que para su propia expansión hacia el río necesitaba del terreno que ocupaba el hornabeque del que estamos hablando. Y un río, por cierto, en cuya orilla también se fue levantando en estos finales de siglo la llamada primero Alameda del Espigón, más tarde Alameda de los Tristes (al ser el lugar donde paseaban los viudos de la ciudad, paseo mucho más «recatado» que el del San Lorenzo) y después Alameda de Colón como actualmente se la denomina.
Plano de la Alameda con el San Lorenzo y Alameda de los Tristes
Miguel del Castillo (1790). Archivo General de Simancas.
La orden para desmantelarlo llegó, al fin, el 4 de enero de 1800, cuando Carlos IV permitió proceder a la «venta del San Lorenzo de esta Plaza y sus terrenos adyacentes para la fábrica de edificios». El 26 de marzo de 1802, Manuel Godoy ordenó la demolición del fuerte como paso previo a la subasta de las manzanas que los ingenieros habían parcelado en su suelo.
Las referencias documentales y cartográficas de la época son numerosas en un proceso que aún se dilató en el tiempo más de lo preciso. Incluso hasta después de la Guerra de la Independencia se siguieron enajenado terrenos en lo que hoy es la Alameda malagueña.
Y ya en nuestros días, el proyecto del Metro de Málaga a su paso por esta zona ha dejado al descubierto la cimentación de la cortina norte del baluarte, una cimentación que se ha cuidado con esmero por la correspondiente investigación arqueológica. No estaría de más que cuando se terminen las obras, quede un pequeño hito donde se encontraron sus restos para recordarnos a todos la importancia de esta fortificación: una defensa que durante muchos años protegió a nuestros antepasados de los ataques enemigos, tan habituales durante siglos en la marina malagueña.
Litografía del Paseo de la Alameda
F. Rojo hacia 1852.
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