Jesús Martínez Labrador. SUR
El escultor Jesús Martínez Labracdor, víctima de robo y secuestro

«Mis manos me salvaron la vida, aunque me dejaron los huesos machacados de la paliza»

Le rompieron cinco costillas, casi desprendidas del esternón a golpes, y lo abandonaron en una cuneta: «Me dieron una paliza de muerte para robarme mil euros; pensé: 'Qué barato salgo yo'»

Martes, 3 de mayo 2022, 00:46

El salón de Jesús Martínez Labrador (Antequera, 1950) es la metáfora de una vida dedicada por completo al arte. No hay sofá, ni tele, ni ... un mueble lleno de fotos familiares o el típico recuerdo de 'estuve en Mallorca y me acordé de ti'. En su lugar, hay un viejo tocadiscos, un equipo de música y una estantería con pinceles de todos los tamaños, pinturas e instrumentos para modelar.

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La estancia desemboca en un ventanal de luz desde el que cada mañana ve amanecer la campiña. De fondo suena la melodía del duduk, un instrumento milenario de origen armenio que -dice Jesús- «se parece a la voz humana cuando sueña o cuando piensa». En su casa se respira paz, aunque esta vez, y muy a su pesar, tenga que hablar de violencia.

La noche del 8 de febrero de 2020 fue a un restaurante de la plaza Ochavada de Archidona, localidad donde reside. Iba solo (se confiesa un «solitario empedernido»). Después de cenar, salió del establecimiento y caminó hasta su furgoneta para volver a casa. Al abrir la puerta, «unos valientes» se montaron antes que él y empezaron a «darle leña». Está convencido de que lo siguieron por la calle, pero no se dio cuenta.

«Tira para arriba», le dijo uno de ellos. Eran tres. Lo llevaron a la parte alta del pueblo, al cajero, donde le sacaron a golpes la tarjeta de crédito y el número secreto. Luego le colocaron una capucha e iniciaron una ruta «surrealista, un esperpento macabeo» que duró toda la noche entre palizas, risas y fiesta, «como si aquello fuera un botellón», afirma el escultor, entre la sorna y el lamento.

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A partir de ahí, todo se fundió a negro. «Me enteré de lo que pasó por la investigación. Sólo sé que estuve toda la noche secuestrado en mi propio vehículo, dando vueltas por esos mundos de Dios. Cada vez que me movía, leña al mono», asegura el escultor malagueño, que abre a SUR las puertas de su casa, que es también su estudio. El suyo no es sólo el relato de un suceso, porque cada detalle va acompañado de las reflexiones de alguien que ha dedicado su vida a las humanidades, a cultivar el espíritu del ser humano, de ahí que sienta lo ocurrido como una enorme paradoja.

Volvamos a lo que recuerda de la historia. Al principio, sus captores no lograron sacar dinero del cajero y eso, cree él, los puso más violentos.

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A Jesús le pegaban si se movía, o casi sin hacer nada. Le pegaban por pegarle, salvo uno al que, cuando recuperaba momentáneamente el conocimiento, le escuchó decir «yo no quería, yo no quería».

A Jesús le pegaron tanto que le rompieron cinco costillas, casi desprendidas del esternón a golpes.

A Jesús lo salvaron, paradójicamente, sus manos, las que le servían para crear y dar forma a su imaginación, y que convirtió en escudo sobre su cabeza frente a la lluvia de golpes: «Mis manos me salvaron la vida, pero acabé con los dos brazos rotos, las muñecas quebradas, los huesos machacados...».

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El secuestro

Ni siquiera sabe por dónde lo llevaron, porque casi todo el tiempo estuvo inconsciente, pero recuerda una carretera con curvas. Lo que sí sabe es dónde lo abandonaron, una cuneta a la salida del pueblo donde lo despertó el dolor de las manos y el frío de una mañana de febrero en la comarca de Antequera. «Sabía que estaban rotas», confiesa el escultor, que se quedaba sin su principal instrumento de trabajo.

Así lo recuerda Jesús: «Te despiertas bañado en sangre con una brida al cuello. No me podía mover ni para quitármela. Aquello parecía un sacrificio ceremonial. En ese momento piensas: '¿Todavía estoy en este mundo o en el otro?'».

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Allí lo encontró, por pura casualidad, «un buen vecino» que había madrugado y que llamó a emergencias. Con él llega el capítulo de las «compensaciones», recita Jesús, como quien tiene un discurso ordenado en una mente preclara y no quiere que se le olvide ningún detalle.

«Después llegas al hospital y ya te encuentras en otro mundo, sí, pero en otro mundo de ternura, de cuidados, de humanidad. Tenemos la suerte de tenerla todavía [la sanidad pública]. El dolor de verdad -añade- empezó en el hospital. El cuerpo tiene una reserva de endorfinas y el cerebro es nuestra gran farmacia. Eso me hizo aguantar».

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Cuando despertó en la UCI del comarcal, pleno de consciencia, ni siquiera sabía las lesiones que tenía. «Entonces vienen las enfermeras y te dan la vuelta para lavarte, y ves que no puedes ni limpiarte los mocos, como si acabaras de nacer. ¿Esto es verdad o no? Intentaba pensar en otra cosa. La familia, los amigos... A los sanitarios hay que facilitarles las cosas. Las enfermeras me decían: «No ha dicho usted ni ay», relata el artista malagueño mientras se frota las manos para desentumecerlas. Entonces, suelta, ahora sí, un ay largo y pronunciado, lleno de dolor porque los huesos rotos aún no terminan de encajar como deben. Jesús le da un buchito a la cerveza y continúa: «Dios mío, ¿cuánto vale eso? [por el trabajo de los sanitarios] No tiene precio...».

Cuando recibió el alta, pasó cinco meses intensivos de fisioterapia, osteopatía y analgésicos para recuperarse -que no curarse- de las lesiones. «He sentido mucho más dolor en estos años, después del evento, que aquella noche, que apenas sí recuerdo nada», reconoce. Desde entonces necesita una persona en su casa para cuidarlo. El daño es incalculable porque, dice, «no se puede calcular lo que ya no se puede hacer». Y todo, para robarle poco más de mil euros: «Qué barato salgo yo», bromea.

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La recuperación

«Al cabo de dos años sigo leyendo, doy clases gratuitas a estudiantes y estoy modelando y haciendo todo lo que pueden mis manos, que me siguen doliendo, sobre todo con el frío. Como artesano y como profesor, tengo un sentimiento de frustración. ¿Ahora qué hago yo con ellas? Ya no puedo hacer lo que antes, pero sigo creando y leyendo. Qué más se puede pedir. Gracias a la vida. Tengo una buena familia, buenos amigos y una profesión de oro, la más bonita del mundo, el arte».

La obra de Martínez Labrador forma parte no sólo de la historia reciente del arte malagueño, sino también del propio paisaje de la ciudad. No en vano, su escultura de Antonio Cánovas del Castillo situada en el Paseo del Parque representa una de las creaciones más populares de un autor que figura entre los principales renovadores de la escultura española de la segunda mitad del siglo XX.

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Siempre fiel a la figuración, su obra guarda además un profundo nexo con la poesía, donde brillan sus bustos de autores como Antonio Gamoneda, María Victoria Atencia o su paisano José Antonio Muñoz Rojas. Pero una de las cosas de las que siente más orgulloso es de haber creado en los pueblos proyectos como el taller ambulante, unas escuelas infantiles de dibujo y pintura para «sacar a los niños en primavera y verano a pintar al aire libre».

Ahora, tras una vida dedicada a la creación y a la enseñanza, se pregunta si ante algo así cabe el rencor. «Es lo primero que piensas. No, el rencor no vale. El ánimo de venganza, la búsqueda de represalias… Como profesor [ha impartido clases en Bellas Artes en Granada y en universidades internacionales] tengo muy claro que esas cosas no valen. Mi obligación, por mucha frustración que yo sienta, está en señalar una serie de aspectos en los que está la raíz de este mal».

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Jesús Martínez Labrador apunta a la progresiva disminución de todas las disciplinas de humanidades en la enseñanza: «Filosofía, historia, literatura… Si no enseñamos a pensar, a dialogar, a discutir, o el valor de la palabra, con 15 o 20 años ya es tarde. A lo mejor estamos recogiendo el fruto de nuestro fracaso como sociedad. El odio y el rencor hacen más daño al que los siente que al objeto de esos sentimientos». Todo ello, unido a la «proliferación de la telebasura y al libre acceso a contenidos perversos en Internet», ha creado, a su juicio, una «universidad de violencia y mediocridad».

Para él, apartar a unas personas de la sociedad «en una especie de hotelito que, por muy malo que sea, tiene garantizada la comida», no es una solución [sus captores han sido condenados a 12 años y medio de cárcel]. «El único sistema que yo veo útil es el del arbolito, para que no se tuerza, hay que llevarlo recto desde chiquito», concluye el escultor.

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