La psicóloga de Meridianos, Rocío Martín, explica a las jóvenes cómo controlar sus emociones. salvador salas

En casa de las niñas que han maltratado a sus padres

SUR visita el hogar donde conviven por orden judicial siete menores conflictivas para que sigan una terapia y vuelvan con sus familias

Domingo, 29 de agosto 2021, 00:49

Todas lo describen como un estallido. Un momento de ira en el que «todo se te va».

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Noelia (16): «Te peleas, explotas y la empujas ... hasta el punto de que tu propia madre tenga que levantar el teléfono y llamar a la policía para que se lleve a su hija».

Ana (16): «Perdí los nervios. Empecé a romperlo todo, a golpear las puertas...».

María (17): «Me escondía las llaves de casa y yo me volvía loca. Desmontaba cosas, las rompía, gritaba, la insultaba... Se me fue la mano; no le he pegado nunca, pero sí que perdí la cabeza».

Pilar (16): «Me peleé con ella porque no me dejaba salir para evitar que viera a mi novio. Exploté y empecé a tirar cosas. Después vino el calabozo, el juicio...».

Carmen (14): «Me dio una guantada y me tiré para ella».

–¿Le pegaste?

–Sí, pero porque ella me pegó a mí.

Wendy (15): «Pillé a mi hermana hablando con mi madre de mí y le rompí un cuadro en la cabeza. Dormí en el calabozo y acabé aquí».

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«Aquí» es un amplio chalé de dos plantas con jardín y piscina (aunque está tapada y no se usa) situado en una tranquila urbanización de la provincia de Málaga y es también el hogar (temporal) de este peculiar grupo de convivencia donde lo que todas tienen en común es haber maltratado (o tratado mal) a sus padres hasta hacerles la vida imposible. Lorena (15) es la única que no está por una agresión, sino por sus problemas de comportamiento y, sobre todo, por no acatar normas.

Ninguna de ellas se encuentra allí por decisión propia ni de sus familias, sino por orden de un juez. Se conoce como 'convivencia con grupo educativo' y es una medida «residencial en medio abierto», es decir, con posibilidad de salidas. En la práctica, es el modo de internamiento –si se puede llamar así– más leve que se aplica a los menores que han cometido algún delito. En este momento hay siete chicas y todas acceden a desnudar para SUR su historia. Sólo sus nombres han sido alterados para proteger su intimidad. El resto es tan crudo como real.

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–¿Cómo se llega hasta aquí?

–«Haciendo locuras», suelta Ana.

–«Las amistades, las 'junteras'... », apunta Noelia.

Las demás asienten. La pertenencia al grupo de amigos es ese lugar donde se diluye la culpa. En parte, la terapia va enfocada a que asuman su responsabilidad individual. «Tú decides con quién te juntas y con quién no», reconoce Noelia. «Pero es difícil», interviene Carmen, «porque son tus amigas de siempre y no vas a tener esa confianza con otras». Para ellas es un círculo vicioso porque, cuando salen, vuelven a ese entorno y repiten los mismos errores. El padre de Lorena hasta se plantea mudarse para que su hija escape del grupo. «Mi madre dice que ojalá tuviéramos dinero para irnos del barrio», dice Carmen.

«Es que no es fácil. El grupo influye, pero también es cierto que ellas han mostrado conductas que algunas de sus amigas no tienen», advierte Rocío Martín, una de las psicólogas de Meridianos, la entidad no lucrativa que gestiona, en concierto con la Consejería de Justicia de la Junta de Andalucía, el devenir de la casa y la reeducación de estos menores. Ellos tratan de volver a unir los pedazos rotos de la foto familiar.

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El aterrizaje es complicado. El cambio. Pasar de un hogar con más o menos comodidades a una vida espartana llena de reglas. Sentir que te han extirpado de tu familia para que vuelva a ser una familia aunque esté rota sin ti. Perder la «libertad» –explica María– de algo tan simple como levantarte del sofá e ir a por un yogur a la nevera. Cambiar de instituto (se les matricula en un centro de la localidad donde está la casa). Estudiar cuando toca. A esta primera fase la llaman «la acogida» y dura 21 días. En esas tres semanas no hay posibilidad de salidas porque, probablemente, muchas escaparían.

Después de la acogida, empieza la que será su rutina diaria hasta que finalice la medida impuesta por el juez. Se levantan, desayunan, van al instituto, vuelven, almuerzan, ven el telediario, estudian y llevan a cabo las tareas domésticas, que se reparten y rotan como en un piso universitario, pero bajo supervisión. Una barre; otra saca la basura, prepara la comida y friega; la tercera se encarga de la despensa (recoger lo que sobra, ponerle fecha, guardar la comida y hacer la lista de la compra); la siguiente de la lavandería y los exteriores; otra pone y quita la mesa... «Esa se tiene que levantar 10 minutos antes para preparar el desayuno», recuerda Noelia.

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«Te peleas, explotas y la empujas hasta el punto de que tu propia madre tenga que levantar el teléfono y llamar a la policía para que se lleven a su hija»

Noelia

«Me siento incomprendida por mis padres y mis hermanos. Me llevo muy mal con ellos y mi madre me amenazaba con llevarme a un centro»

Ana

«Me llevo mejor con mi familia y he madurado desde que estoy aquí. No tenía pensamiento de seguir con los estudios y ahora sí quiero»

lorena

«Si no has limpiado, te pillan»

Con ellas siempre hay una educadora –tres al día, en turnos de ocho horas– que supervisa las tareas. «Si no has limpiado, te pilla. Mari lo pilla todo. Y Naza, la directora, también», añade Noelia. La responsable del grupo de convivencia es Nazaret Martínez, que ejerce de cicerón en la visita: «Si en el baño (se limpia dos veces al día) no se puede comer en el suelo, hay que volver a hacerlo».

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También tienen unas horas libres al día para salir a la calle y ver a quien quieran. La puntualidad es la llave para una nueva salida. «Si llegas tarde, te ponen un cero en las notas y no sales al otro día».

El viernes toca «zafarrancho», como ellas lo llaman, porque hay una comisión para evaluar la semana. «Se crean unos objetivos comunes y ambas partes valoran el nivel de cumplimiento», dice la directora. «Al principio –continúa– necesitan unas muletas, pero poco a poco hay que ir quitándoselas. La idea es que vayan ganando autonomía. Por eso es importante trabajar el concepto de grupo».

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Pero, ¿cuál era el antes? ¿Qué hacían en su día a día? «Dormir», resume Nazaret. «Se levantaban –prosigue– a las cuatro de la tarde. Hacían una especie de merienda-cena, salían a las siete, volvían a las cuatro de la madrugada, se ponían con el WhatsApp y se dormían a las siete de la mañana. Y vuelta a empezar. Así todas».

Porque las siete tienen en común mucho más de lo que creen. «¿Que si vamos a ser amigas en el futuro? No creo», dice Pilar. «Yo de ella sí, de ella también, de ella... no», recita Noelia mientras señala sin tapujos a sus afines. La psicóloga que trabaja diariamente con las menores tiene esa visión de conjunto: «Este grupo es el del postconfinamiento. No vienen con un problema de fracaso escolar por no estudiar o porque les cueste. Vienen con muchos suspensos por absentismo». Lorena reconoce que «juntando todos los días» habrá pisado un mes el instituto.

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Desde que están en la casa, la mayoría está aprobando todo, o casi. «Mi madre siempre me dice: 'Carmen, estudia para no verte como yo, matándome a limpiar escaleras'». En la casa ha visto que es capaz de hacerlo –ha levantado todo el curso académico, que tenía suspenso por falta de asistencia– y ya sueña con ser maestra.

Noelia quiere ser actriz y apunta maneras. «Cuando sea famosa, te voy a comprar un chalé», le dice a María Jesús Moreno, una de las educadoras. Es la primera en romper el hielo. Cuenta que empezó a «hacerlo mal» en el instituto y a juntarse con quien no debía. «No hacía caso. Mi madre tiene su pareja y yo no los respetaba. Terminé en un centro de internamiento en Cádiz. Salí como un torillo y volví a hacer mal las cosas». Incumplió la libertad vigilada y eso le llevó al grupo de convivencia.

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–¿Qué es «hacer mal las cosas»?

–Seguir con los problemas, irme de mi casa... Ahora me siento mal, sé que hice sufrir a mi madre. Estoy aquí para arreglar las cosas.

Reconoce que, cuando estás fuera, no imaginas acabar así. «Cuando te ves en un centro de menores es un choque increíble. Tú no ves el peligro. Yo veía lejísimos acabar ahí. Un piso de convivencia es muchísimo mejor que un centro porque es más parecido a la realidad. En el centro te pasas el año cumpliendo, pero no trabajas con tu familia ni nada, no avanzas. Encima me pilló la pandemia allí y los eché mucho de menos».

Terapia con los padres

Noelia asegura que ha «avanzado» tanto con su madre como con la pareja de ésta. La terapia no sólo se centra en las menores. También en sus padres, que acuden semanalmente a la casa para reunirse con la psicóloga, que es quien construye los puentes, después de estudiar a fondo cada caso, para que vuelvan a ser una familia.

Lorena está en ello, aunque después de un año en la casa se encuentra «en retroceso», comentan los educadores. «Ahora mismo está castigada. Digamos que le cuesta asumir las normas», aclara la psicóloga. «Soy 'hippie'», bromea ella. Los problemas, en su caso, comenzaron en el domicilio de su madre con la pareja de ésta. La relación con su padre, dice, es mejor. «El papi no se toca», apostilla Lorena.

«Yo sabía que iba a acabar en un centro de menores, pero me daba igual. Pensaba: 'Mejor ahí que en casa»

wendy

«Mis padres presentaron 17 denuncias por desaparición, pero fueron más veces. No vine aquí enfadada con ellos, sé que tengo que cambiar»

Carmen

Rocío Martín interviene de nuevo para hacerle ver (a ella y a las demás) que el maltrato no sólo es físico y que sus actos – «portarme mal, fumarme algún porrillo...» también provocan dolor. Las cosas ya han empezado a cambiar. «Me llevo mejor con todos y he madurado desde que estoy aquí. No tenía pensamiento de seguir con los estudios y ahora sí quiero. Me gustaría aprender mecánica».

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La psicóloga de Meridianos ve también esos brotes verdes. «Lo bueno es que, cuando hablan de lo que les pasó, lo hacen con dolor porque saben que se lo hicieron pasar mal a sus familias y se muestran arrepentidas», explica Rocío. «En ese momento lo piensas y dices: 'Esto es lo que hay'. Pero luego te das cuenta de lo que han sufrido por ti», reconoce Noelia al recordar las veces que se escapó de casa. Eso –interviene Martín dirigiéndose al grupo– es una tortura. «Es tratar mal y es peor incluso que otras formas de maltrato».

De esas heridas dan fe las 17 denuncias que acumula Carmen por fugarse del domicilio familiar, «aunque han sido más veces», admite ahora. «De eso sí me arrepiento. De que tu madre no sepa dónde estás y que te dé igual: la bloqueaba en el móvil mientras ella iba subida en un coche de policía buscándome por la calle», añade una de sus compañeras. La tendencia de Carmen a fugarse continuó en la casa donde ahora conviven, que abandonó dos veces en el periodo de acogida –no se bajó en la parada del instituto y se saltó las clases– e incumplió la medida judicial, con lo que agotó todas las oportunidades. «Es que le gustan los autobuses», bromea Noelia.

Wendy también se escapaba constantemente y bloqueaba a su madre en el móvil para que no supiera dónde estaba. Sus padres la denunciaron varias veces, pero la gota que colmó el vaso fue cuando rompió un cuadro a su hermana en la cabeza. «Yo sabía que iba a acabar en un centro, pero me daba igual. Pensaba: 'Mejor ahí que en casa'». Lorena, que pese a ser una de las más jóvenes es la líder del grupo, la mira con desaprobación. La psicóloga interviene: «Déjala que se exprese. Ese no es tu caso, pero ella lo ve así».

«Cuando llegas aquí, te das cuenta de que has perdido la libertad de algo tan simple como ir a la nevera para coger un yogur»

María

«Yo respeto su opinión, pero que ella también me respete a mí. No voy a dejar a mi novio porque a mi madre no le guste»

pilar

Separación de los padres

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Carmen sitúa el punto de inflexión en una separación temporal de sus padres. Cuando se vio sola con su madre, comenzó a desobedecer y a escaparse. La primera vez que la agredió tenía 13 años. «Me he pegado más de una vez con ella. Nos hemos matado mil veces. Ella me dice siempre: 'No soy tu amiga, soy tu madre'. No vine aquí enfadada con ellos. Es una oportunidad para mí y sé que tengo que cambiar».

Ana todavía culpa a su madre de haber acabado allí, aunque reconoce que ha hecho «muchas cosas malas» en su casa. «Me siento superincomprendida por mis padres y mis hermanos. Me llevo muy mal con ellos y mi madre me amenazaba con llevarme a un centro. Un día perdí los nervios y empecé a romper cosas». Lleva dos meses y medio en el grupo de convivencia y aún no se ha adaptado. «Los problemas que tiene aquí son muy parecidos a los de su casa. Todavía no ha asimilado que es ella quien debe cambiar», dice Rocío .

A María, como a Carmen, también le marcó la separación. «Mi madre y yo decidimos ir a vivir a... [un pueblo de la provincia]», relata, como si su opinión hubiese sido determinante en la mudanza. «Se han educado en un sistema muy democrático, pero mal entendido. De pequeñas han asumido riesgos y toma de decisiones, pero sin obligaciones», apunta Nazaret Martínez. «Son muy duras y poco comprensivas con las conductas de otros. Cuando las escuchas hacer un comentario sobre una noticia de la tele, te das cuenta de que moralmente son muy estrictas, pero no en lo que a ellas les concierne».

La situación explotó cuando María tuvo novio y empezó a entrar y salir cuando quería. Prácticamente vivía con él. Era el amor de su vida. O eso creía ella, porque terminaron a la semana de que ella entrara en la casa. A Pilar le ocurrió lo mismo: los problemas empezaron porque su madre no acepta a su chico: «Yo respeto su opinión, pero que ella me respete a mí. No lo voy a dejar porque a ella no le guste». De las relaciones tóxicas también hablan con la psicóloga, que ve cada día a dos de las chicas de forma individual en su despacho. «Ahora estoy reservada», apostilla María. ¿Reservada? ¿Cómo la mesa de un restaurante? María lo aclara: «He conocido a un chico y los dos hemos decidido no estar con nadie, ni tampoco juntos, hasta que yo salga de aquí».

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Ese es el segundo aterrizaje y también el más complicado: volver a casa. «El porcentaje de reingresos es muy bajo», aclara Rocío Martín. Ella trata de seguirles la pista y, cuando comprueba que todo va bien, «es una pasada». Hace poco se encontró con una chica que, en su día, fue un auténtico reto por difícil. «Me la crucé por la calle. Iba monísima. Me contó que tenía un buen trabajo. Empezamos a seguirnos por redes y vi que le interesaban libros y autores que a mí también me gustan. Ves fotos celebrando el cumpleaños de su madre, felices, y piensas: 'Ya está, ya pasó todo'. Eso es brutal».

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