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El pasado sábado para mí fue aciago. Me enteré de sopetón que había muerto de cáncer en Madrid una de mis obsesiones: la actriz Analía Gadé. Con Analía tuve una relación materno-filial que proviene de Rosario, mi ciudad de origen, en un país, en 'otro' país, llamado República Argentina. Les explico lo de materno-filial. Mis lectores sabrán que casi siempre que escribo sobre cine cito a mis padres. Y cómo no voy a hacerlo. Si soy cinéfilo es por ellos, a ellos les debo mi pasión por Cleopatra-Taylor, por Gloria Swanson, por Marlene y tantas otras, también por una larga lista de películas del cine clásico que para mí son indiscutibles. Dentro de esas otras estrellas se encontraba un lujo llamado Analía Gadé. Con Analía funcionó un relato que desde que lo escuché por primera vez se grabó en mi cabecita febril de mitos; mi mamá conoció a Analía Gadé: «Sí, yo la conocí en la tienda de complementos más chic de Rosario, en Barbera Matosi; yo entré para comprarme un bañador porque tu abuela me dio permiso para ir a la 'pileta' del Club Gimnasia-Esgrima y allá estaba Analía, alta, elegante, con ese porte y esa personalidad, mitad alejada, mitad cálida, ojos celestes, sin tacones. Y ya llevaba puesta en la cabeza su prenda predilecta: un turbante. Resulta que me quedé mirándola, lo notó, no sé cómo, pero lo notó, se dio la vuelta, se vino para mí y saludó: '¿Qué tal estás?'; la acompañaba su primer marido, el también actor y productor Juan Carlos Thorry, con el que luego vino a España, de gira teatral, y al que abandonó por Fernando Fernán Gómez. Después coincidí con ella alguna que otra vez, y siempre se acercaba y hablaba conmigo como si fuera íntima suya. Una reina».

Muchos años después, en una edición, no me acuerdo cuál, del Festival de Cine de Málaga, coincidí con Analía Gadé en la coctelería del Hotel Larios. Llevaba una túnica de seda transparente azul añil que hacía juego con sus ojos de espuma transatlántica. Y el turbante blanco roto, y sus perlas. No lo dudé, me presenté como compatriota y entablé rápida conversación con ella. Para mí fue inolvidable, sobre todo su beso prolongado, de experta en canes viriles, perritos falderos al servicio de madame, y perita en mitómanos. Y lo entiendo porque ya en aquellos años, fines de los noventa, el olvido iba cayendo sobre la protagonista de 'Una muchachita de Valladolid', 'Operación Embajada', 'La vida alrededor', 'Las largas vacaciones del 36', y un largo etcétera; ella había sido la amante perfecta, tanto, que incluso mantuvo una pasión con Vicente Parra, bisexual de pro, nuestro Alfonsito XII, y nunca alardeó de una lista de hombres de vampiresa de cine mudo. Paradójicamente, lo mejor de Analía, para mí, fue utilizar el canto argentino a su favor en las comedias, donde arrastraba el seseo cordobés, seguido de un guiño o un ligero requiebro, que hacía templar a la platea.

«La juventud -comentó en sus años postreros- se pasa tan rápido que cuando te das cuenta han pasado décadas.»

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