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FEDERICO ROMERO HERNÁNDEZ. JURISTA
Jueves, 1 de marzo 2018, 06:50
¡Inmersión! ¡Inmersión! hemos oído tantas veces en las películas bélicas cuando el submarino trataba de encontrar el abrigo seguro, bajo las aguas que surcaba, sin que se ahogase la tripulación. Por el contrario, la sumersión parece aludir a hacer lo mismo, pero con el riesgo de ahogarse. Ambos vocablos están de rabiosa actualidad, después de que el Tribunal Constitucional haya tumbado el intento estatal de utilizar el artículo 155 de la CE para aplicar la llamada 'vía Wert' o 'vía de la LOMCE', tratando de arreglar así un problemón que hunde sus raíces en el Título VIII de la citada superley y en los estatutos autonómicos. Antes lo habían intentado ya, en sentido contrario, los redactores del Estatuto de Cataluña -en una partida que nunca debió jugarse- añadiendo al giro «uso normal» de esa lengua vernácula la expresión «uso preferente» -artículo 6.º-, que la Sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional obligó a retirar. Ya lo hemos dicho muchas veces: la mera aplicación de la ley no basta para resolver arduas cuestiones políticas y sociales que arrancan de lejos. Y la cuestión idiomática lo es. El Tribunal Constitucional ha dicho lo que tenía que decir. Atribuidas las materias concernientes a la educación y la cultura a las comunidades autónomas, salvo aquellas competencias que corresponden en exclusiva al Estado, la perniciosa semilla del separatismo, por mor del compromiso inicial, estaba ya sembrada. Pero si se piensa ahora que «basta con aplicar la ley», no hay más remedio que hacerlo sin chapuzas ni argucias de ingeniería jurídica, porque, si no, pasa lo que pasa.
El tema lingüístico no es desde luego un tema baladí, porque de su correcto tratamiento depende nada menos que el futuro de España. «Al principio fue la Palabra», dice la Biblia. En el extremo opuesto, Stalin confiaba a la manipulación de las palabras el éxito de los totalitarismos. Es por ello que nos jugamos mucho -tanto constitucionalistas como independentistas- en el correcto tratamiento de un tema que, por concernir al porvenir de nuestros hijos y nietos, nos exige honradez y prudencia. La enseñanza de dos idiomas no es en sí ni bueno ni malo, depende de cómo se haga. Si ello va en detrimento de la calidad de lo enseñado es malo. Tengo un amigo cuyos nietos van a un centro docente en dos idiomas, que dice que los están convirtiendo en «analfabetos bilingües». Por el contrario, tengo unos nietos escolarizados en una comunidad, en la que aprenden la lengua vernácula, que se expresan en un correctísimo español. Comprendo desde luego a los padres que, en caso de obligarles a sus hijos a aprender dos idiomas, prefieran, por obvias razones cuantitativas y racionales, que aprendan los más convenientes para un mundo cada vez más globalizado (por ejemplo, además del español, el inglés). También comprendo a aquellos padres que por razones sentimentales y lógico apego a sus tradiciones deseen conservar el idioma propio de un determinado territorio, además del español. En todo caso esta cuestión debe afrontarse con respeto y sin dejar que intereses políticos espurios contaminen la opción.
Recientemente ha publicado Germá Bel un libro ('Anatomía de un desencuentro. La Cataluña que es y la España que no pudo ser'), del que me ha interesado su examen comparativo de la inmersión lingüística vs. la sumersión lingüística. Es bien sabido que la primera es la técnica que se ha tratado de utilizar para el fomento del uso del catalán en las zonas de Cataluña de habla castellana. Voy a resumir los elementos esenciales de ese examen. En la inmersión: el 'método' implica que el estudiante aprende una segunda lengua que no es su primer idioma; el 'objetivo' es que sea competente en ambas lenguas; y la 'condición para el éxito' es el respeto de ambas lenguas. En la sumersión: el 'método' supone impedir que el estudiante use su primera lengua; el 'objetivo' es la asimilación de la lengua mayoritaria, con pérdida de su propia lengua y, por último, su 'éxito' consiste en que no resulte preciso el respeto de esa lengua. Desconozco cuál es la posición política del señor Bel ahora. Parece que es cambiante. Lo que sí sé es que la actitud de los separatistas tiende más a la sumersión lingüística que a la mera inmersión. Los intentos de 'valencianización' de los apellidos son la última ocurrencia. Pero me temo que -en detrimento del beneficio que podría deparar a su descendencia el que conocieran bien un idioma, como el español, que hablan más de quinientos millones de personas en el mundo- están pensando más en los inmediatos beneficios económicos y políticos personales. A esos señores les recomiendo que se den una vuelta por Hispanoamérica y sientan la emoción, que yo sentí, al comprobar el inmenso patrimonio común que es el español.
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