La tilde terca
JOSE MARÍA ROMERA
Viernes, 13 de febrero 2015, 12:40
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JOSE MARÍA ROMERA
Viernes, 13 de febrero 2015, 12:40
Una nueva forma de rebeldía se ha instalado en el país: la disidencia ortográfica. No la profesan solo los analfabetos de siempre; también se han adherido a la causa escritores, catedráticos, periodistas y otros profesionales de la lengua disconformes, al parecer, con las reglas fijadas en la Ortografía académica de 2010. Pero no con todas. La resistencia se concentra en unas pocas normas, algunas de las cuales han adquirido un valor simbólico extraordinario, la fuerza de un banderín de enganche que capta adhesiones firmes, sólidas, inquebrantables. Es el caso de la tilde del adverbio «solo», definitivamente eliminada en la ortografía oficial pero defendida con uñas y dientes por los capitanes de la resistencia con el empeño de quien protege una especie animal en extinción. Nunca se había visto esto.
Los heterodoxos históricos como Andrés Bello, Juan Ramón Jiménez o García Márquez propusieron poner patas arriba la ortografía en su totalidad, unos para generalizar el uso de las jotas y otros para desterrar las haches, pero siempre en nombre de la simplificación de la escritura. Ahora los partidarios del «sólo» con tilde apelan a la tradición -un argumento que en materia de idioma siempre suena a prestigioso- dando a entender que la RAE ha sido tomada por una panda de iconoclastas empeñados en acabar con lo más sagrado del castellano. Lo curioso es que a la cabeza de la cofradía de objetores se han plantado algunos académicos capaces de poner una vela a dios y otra al diablo. Es una guerra de honor, sin duda. O una cabezonada, por decirlo más claro. Alguno ha jurado por escrito mantener la tilde nada menos que hasta la tumba fría. El caso del adverbio de marras ha merecido el honor de figurar en primer lugar en el oportuno recordatorio «10 normas lingüísticas que os está costando aceptar» hecho días atrás por la Fundéu. No es por culpa del desconocimiento, sino del orgullo equivocado.
Al español le gusta levantar de vez en cuando estos motines de Esquilache por cosas nimias, quizá porque en las importantes tiende más bien a la quietud indiferente. Han transcurrido cuatro años desde que entró en vigor la pérdida de la tilde en «solo» (y en otros términos como «guion» o «truhan» y los pronombres demostrativos, que al parecer importan menos). Es un tiempo suficiente para que los reacios hubieran entrado en razón, y más si se tiene en cuenta que la idea no era nueva del todo; ya llevaba medio siglo como recomendación no imperativa. Digámoslo de una vez: poner tilde en el adverbio «solo» no es lógico, ni necesario, ni tiene justificación gramatical. Pero no están dispuestos a prescindir de ella los que confunden lo acostumbrado con lo correcto, esos jueces implacables contra cuya sentencia no caben razones. Son los guardianes de las esencias, que como todo el mundo sabe suelen guardarse en frascos pequeños. Tan pequeños como una insignificante tilde.
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