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juan francisco rueda
Sábado, 10 de junio 2017, 00:11
La boca parece adquirir para Beatriz Ros (Málaga, 1984) la condición de umbral, de frontera. La adquiere, además, tanto de manera literal como metafórica. De un lado, como esa suerte de puerta o dintel entre el exterior y el interior, que permite rebasarse en una doble dirección y que asegura el sustento nutricio y emocional (la comida y la comunicación). Por otro lado, como metáfora, la boca representa ese umbral que separa al Hombre del animal; la boca, como residencia de la palabra, nos distingue y, en un proceso evolutivo en el que participan otros factores que se materializan en nuestra fisonomía (bipedismo), nos permite separarnos de lo animal. Sin embargo, la boca separa y conecta con la animalidad; o mejor dicho, hace que perviva, como en pocas otras regiones de nuestro cuerpo, esa condición animal.
Georges Bataille, en el iconoclasta y transgresor Diccionario crítico, que se publicó en distintos números de la revista Documents (1929-30), definía Boca del siguiente modo: «La boca es el comienzo, o, si queremos, la proa de los animales; [] es la parte más viva, es decir, más terrible para los animales vecinos». Y continuaba: «Entre los hombres civilizados la boca ha perdido incluso el carácter relativamente prominente que tiene todavía entre los hombres salvajes. Sin embargo, la significación violenta de la boca se conserva en estado latente, retoma de pronto su poderío []. En las grandes ocasiones la vida humana todavía se concentra bestialmente en la boca, el furor hace rechinar los dientes, el terror y el sufrimiento atroz hacen de la boca el órgano de gritos desgarradores». El habla cuenta con expresiones que aluden a esa condición temible y animalesca de la boca y de la palabra, como «lengua viperina» o «morderse la lengua y envenenarse», que van más allá de imágenes literales (bocas como desgarradoras fauces).
Ros construye esta propuesta usando la imagen del animal como una suerte de Otro, como señalara Jacques Derrida en El animal que luego estoy si(gui)endo, un primer Otro en el que mirarnos o proyectarnos para comprendernos. La palabra adquiere un valor ambivalente, tanto unión (comunicación) como arma que puede zaherir. Así han de ser entendidos esos lazos de color rojo (sangre) que aparecen bordados a veces con interjecciones como «¡Ay!» y que, como podemos ver en algunos vídeos, actúan como si fueran flechas que asaetean a individuos, tanto animales como seres humanos; la herida (el lazo ensangrentado sobre el cuerpo) y el trofeo (las astas de ciervo) abundan en ese imaginario. Por lo tanto, la artista se adentra, a través de metáforas y alegorías, en un espacio como es el de la naturaleza humana y las relaciones personales. Surge la noción de «víctima propiciatoria», que parecen personificar la imagen de la cierva y la auto-representación de la propia artista. El lazo comunica, une a verdugo y víctima: para ser uno de ellos, es necesario que exista ese Otro. Pero se pueden ostentar ambos roles: recibir daño e infligirlo. Puede que el vídeo en el que Ros aparece como presa, con una flecha clavada, tenga ese sentido. Justo ante él, se exhiben puntas de flecha hechas con cristal de televisor. Quizá Ros se haya sentido cazadora a través de la imagen fílmica.
Ros se había expresado mediante la palabra, en su calidad de poeta, y, en lo referido a las artes visuales, a través del vídeo, que ha servido y sirve como registro de acciones simbólicas (escenificaciones o performances) que la propia artista representa. Aquí mantiene ese uso videográfico, aunque incorpora nuevas soluciones. Pero, ante todo, esta exposición supone una decidida incursión de Ros en lo objetual, en la creación de imágenes trasladadas a materiales no usuales y de elementos escultóricos que pueden adquirir un valor instalativo. También aflora la traslación de fotogramas de su trabajo videográfico a otros soportes, como a esas tarjetas o placas de latón dorado en las que fija la imagen como si fueran un exvoto. No sólo ha de interesarnos ese desembarco, sino la manera tan exquisita y lírica, que arropan lo simbólico, con la que se enfrenta a este trascendental paso en su trabajo.
Casi pólvora es una obra arrebatadora, capaz de atraparnos en las sutiles tensiones y en la violencia que laten en ella, que subyacen en los elementos que la componen. La palabra y la comunicación se manifiestan en forma de tres sobres abiertos, metálicos y dorados, con sus correspondientes tarjetas, en los mismos materiales, en las que lee Casi pólvora 01, Casi pólvora 02 y Casi pólvora 03. Pero la comunicación y la palabra se tornan ambivalentes. Sobre cada una de esas tarjetas encontramos uno de los elementos que componen la pólvora negra (salitre, carbón y azufre). Ros realiza un deslizamiento de significantes y significados. Esto es, la palabra y la comunicación se pueden convertir en algo que hiere, violento y mortífero: el metal del sobre y las tarjetas grabadas equivaldrían al metal de la bala, mientras que esos materiales, que necesitan estar unidos para un fin, se convierten en la pólvora indispensable para que la palabra se convierta en hiriente proyectil.
Sobre esas amenazantes cartas, otras cinco imágenes impresas en latón, como las tarjetas, nos sitúan ante la imagen recurrente que emplea Ros en esta exposición: una cierva, víctima propiciatoria atacada por metafóricos lazos rojos, reducida a trofeo o incluso abatida. Así la vemos a través de una mirilla que comunica con un vídeo embutido en la pared. Esa mirilla, por momentos, pone en juego nuestro rol: voyeur, cazador, frío testigo o testigo empático que puede verse representado en ese animal/víctima.
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