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ANDRÉS NEUMAN
Sábado, 12 de enero 2008, 03:27
NO es un tema que le guste a nadie, por supuesto. Y sin embargo deberían enseñarlo en las escuelas junto con la aritmética, la geometría y las conjugaciones. Deberían enseñarnos a nombrar la muerte, a entender su materia incomprensible. Pero siendo el tema más importante de nuestras vidas (junto con el amor y el sexo) más bien nos enseñan a ignorarla, a fingir que es casi un accidente impensable en lugar de nuestro único destino seguro. El cordón de silencio alrededor de la muerte resulta más nocivo que la muerte misma. La paradoja es que, cuanto más técnica y burocracia hemos ido acumulando alrededor de ella, menos capaces de enfrentarla nos hemos ido volviendo. Como recuerda el ensayista francés Philippe Ariés en su impresionante ensayo 'Historia de la muerte en occidente', el tránsito del siglo XIX al XX supuso el paso de la exaltación romántica de la muerte a su rechazo casi aséptico. Son dos patologías diferentes. Antiguamente se buscaban a chamanes o sacerdotes para lidiar con los misterios del alma, vale decir para encargarles la gestión de la muerte, que siempre hemos sentido más poderosa que nosotros. Hoy nos encomendamos ritualmente a científicos y médicos para lidiar con los misterios del cuerpo, que no son menos insondables.
En nuestra lengua existen modos muy distintos de nombrar la muerte, matices que nos hablan de la profundidad y sutileza de nuestro idioma, y también de nuestra mortalidad. Uno de los que más me llama la atención es la diferencia de connotaciones entre morir y morirse. El primer verbo suena más bien casual, uno muere como tropieza o cae en desgracia, es algo que uno no busca y en lo que ni siquiera piensa. La variante pronominal, morirse, sugiere en cambio cierta voluntariedad, uno 'se' muere como se acuesta o se marcha, hay algo de consciente despedida en morirse que no tiene la desaparición a la francesa de morir. Creo que es más saludable morirse que morir, aunque uno debería hacerlo siempre lo más tarde posible.
¿La gente muere o se muere? A veces, anteponiendo el 'se' al verbo temido, le reprochamos conmovedoramente al difunto que nos haya dejado: ¿cómo has ido a morir-te ahora?, ¿no tenías nada mejor que hacer que dejarnos solos? Otras veces el morirse puede ser una forma cercana al suicidio, así como solemos elegir el morir para referirnos a las víctimas de una tragedia, un genocidio o un asesinato, que nunca 'se' van del mundo sino que los expulsan.
También hay una forma oficial de morir, que es fallecer. Se fallece sobre todo en las noticias, en la vida pública, y a veces también en los eufemismos inseguros de los pésames murmurados. Relacionado con este verbo está expirar, siempre impregnado de una variante técnica, clorofórmica, como si recurriendo a la etimología maquilláramos el cadáver que todos seremos. Cuando morimos con remilgos lo que hacemos es fenecer, que es confundir los sinónimos con la cobardía. Otra posibilidad, quizá la más cursi y grandilocuente de todas, es sucumbir, destino indeseable que representa la enfermedad de los héroes o los mártires. En el sentido opuesto, lo que hacen nuestros enemigos es palmarla, reventar, estirar la pata, según el grado de furia o ironía. Aunque nuestros enemigos suelen parecérsenos más de lo que quisiéramos, ninguno de estos verbos los deseamos para nosotros mismos.
Quizás el más hermético de todos sea perecer, que suena fatalmente casi igual que parecer y nos transporta al lejano barroco, cuando todo menos la muerte era una pura apariencia. Pero la vida no es aparente, como cantaban los poetas de entonces, sino frágil, hermosa y desamparada. Y tan real como su final mismo. Nombrarla no la evita, pero cura un silencio.
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