Los viejos merenderos de los años treinta en Málaga
Víctor Heredia
Martes, 5 de agosto 2025, 00:18
En las últimas décadas la palabra chiringuito se ha ido imponiendo en el uso común a la más tradicional merendero. La primera, al parecer de ... origen cubano, se ha ido extendiendo por todo el litoral mediterráneo, relegando al clásico merendero al olvido, al menos nominalmente. En Málaga cuando se ha hablado de merendero siempre se ha entendido que se trataba de un local ubicado en la playa y vinculado a la temporada veraniega. En los años treinta los merenderos se concentraban en las playas ubicadas al este del puerto, ya que las del lado occidental, las de San Andrés, estaban ocupadas por industrias y almacenes en la mayor parte de su extensión.
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El primer merendero de Málaga fue, precisamente, el llamado Número Uno, que con el paso del tiempo se convirtió en el famoso Antonio Martín. Hay quien remonta su origen al año 1886, cuando abrió como una casilla de madera con cuatro mesas que servía comidas en la playa de La Malagueta, conocido como la Casa de la Coral porque era atendido por María Coral. Más adelante, ya dirigido por su viudo, Antonio Martín, se hizo un edificio de obra con una terraza en la parte superior. Estaba ubicado junto a las vías del tren que iba a Vélez-Málaga. En una guía de los años veinte se afirma que «en el verano al aire libre y en el invierno en la lujosa terraza, puede usted gozar las delicias del mar malacitano, mientras le preparan el célebre arroz a la banda, la renombrada paella a la valenciana, las típicas sopas a la marinera y el clásico espetón de sardinas recién sacadas del copo, a dos pasos del merendero». En esos años ya era escenario habitual de banquetes y todo tipo de celebraciones. Las sucesivas ampliaciones de las instalaciones transformaron el primitivo merendero en un auténtico restaurante junto a la playa, parada obligada para los forasteros que visitaban la ciudad.
Junto al Balneario de La Estrella había otro merendero, el Miramar, que se publicitaba de una manera similar al de Antonio Martín. Sus especialidades eran la paella a la valenciana, la sopa a la marinera, los chanquetes, los boquerones fritos y «los clásicos y suculentos espetones de sardinas, recién salidas de los copos». Por supuesto, en su carta no faltaban los mariscos de todas clases y los vinos de las mejores marcas. Su propietario, Joaquín Delgado, instaló una pista para bailes familiares amenizada por una pianola eléctrica y una jazz-band.
Los baños de Apolo, La Estrella y El Carmen ofrecían, además de la posibilidad de darse un chapuzón y refrescarse de manera más o menos púdica, otros servicios como restaurante, pista de baile, proyecciones de cine y otros espectáculos que los convertían en auténticos centros lúdicos durante la temporada de verano. El ambigú de La Estrella destacaba por su oferta de helados, granizados, refrescos «especiales» y cerveza helada.
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Cabaret elegante
Frente a los Baños del Carmen, en El Morlaco, estaba el restaurante Parisiana, que se anunciaba también como cabaret elegante. Sus atractivos combinaban los salones con vistas al mar con las actuaciones de una orquestina, además de una excelente cocina con «los mejores fiambres, mariscos y aperitivos».
Algo más alejado estaba el bar-restaurante Las Acacias, en la playa del Valle de los Galanes, que entre sus servicios incluía, casetas de baños y «excelente pista y orquestina para bailes familiares y verbenas». Como los anteriores, destacaba la comodidad del servicio de tranvías para llegar y ofertaba un interesante «cubierto económico compuesto de tres platos, vino y postre» por la módica cantidad de 3,50 pesetas de las de 1934. Al lado estaban las casetas de Paco el Bañero, que en su servicio de bar incluía almejas, gambas y los imprescindibles espetones de sardinas. También en Pedregalejo se anunciaban las Casetas de Julián, que en su caso destacaba los «suculentos platos de exquisita almeja malagueña, pescada frente a estos baños».
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En las playas de El Palo estaba el merendero de Miguel Martínez Soler, cuyas especialidades eran los boquerones fritos y en vinagre. Pero el gran clásico de este barrio era ya por entonces Casa Pedro, establecimiento de bebidas con casetas para baños de playa y sol. En su comedor acristalado a la orilla del mar se podían degustar raciones de gambas, cigalas, boquerones, almejas y pescaíto frito, además de los espetos y de un buen plato de jamón, acompañados de vino y cerveza.
Más allá quedaba la Venta de Almellones, de José Fernández Navarro, que, junto a su oferta gastronómica con los productos del mar, ofrecía la amenización de una pianola eléctrica y un aparato de radio con altavoz que sintonizaba todas las estaciones del mundo.
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Las ventas, los merenderos de interior
En este no exhaustivo recorrido por los merenderos playeros de los años treinta no podemos olvidar que existían otros establecimientos similares situados tierra adentro. Siguiendo los anuncios de las guías y de la prensa sabemos que había varios en el camino de Casabermeja, en las inmediaciones del Sanatorio de San José. Uno de ellos era la venta La Ola, equipada con una gramola y un pianillo de manubrio que animaban las veladas de baile. Allí se podía comer en un patio de estilo andaluz bajo la sombra de una parra. La Venta Azul de Antonio Aguayo tenía vistas sobre los jardines de San José y ofrecía comidas económicas y al gusto. Al lado estaba el merendero La Estrella, que también se beneficiaba de la línea de autobús que pasaba cada hora por allí. Su especialidad eran los fiambres, el pescado y el marisco. En el camino de Antequera podíamos encontrar el restaurante Cuesta de las Perdices, del empresario Antonio Acosta, que ofertaba grandes comedores, bellos jardines, sorprendentes panoramas y, por supuesto, una gran pista para bailes y verbenas.
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