De viaje de novios en Málaga. Gerardo Carmona, Fernández Canivell, Altolaguirre y Concha Méndez. Vida Gráfica, 19 de septiembre de 1932
A la sombra de la historia

La surrealista boda de Manuel Altolaguirre

Jueves, 31 de julio 2025, 00:12

«Ceremonia estrambótica y sumamente divertida». De esta manera calificó James Valender la boda entre Manolo Altolaguirre y Concha Méndez. Conocemos los detalles de la ... ceremonia gracias a los diarios de Carlos Morla Lynch, un diplomático chileno que era amigo de los poetas del 27 -en especial de García Lorca-, en cuya casa se celebraban encuentros y tertulias. Morla se enteró de que Manolito -como él lo llamaba cariñosamente- y Concha se iban a casar apenas un mes antes de la ceremonia, cuando Luis Cernuda fue a su casa a contárselo. La noticia le dejó desconcertado. La idea del enlace le pareció «descabellada e irracional» y «un descomunal disparate».

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La boda se celebró el 5 de junio de 1932 a las cuatro y media de la tarde en la iglesia parroquial de Santa Teresa y Santa Isabel, en el madrileño barrio de Chamberí. Aunque no invitaron más que a unos pocos amigos, a la ceremonia acudió mucha gente. Siempre se recordó por el desorden y el caos. Los novios querían que fuera una boda a la moda surrealista y vaya si lo consiguieron. Ya en la puerta sorprendió al diplomático chileno una multitud abigarrada de señoras y caballeros, chavales, damas jóvenes y elegantes, muchachos y pimpollos guapos, gran profusión de personas mayores y un enjambre de pedigüeños descalzos que pululaban por allí a ver qué les caía. También vio algunos perros flacos e incluso gallinas. Una persona que pasara por la calle no sabría determinar si aquella concentración humana se trataba de una feria, una verbena o un bautizo.

A lo lejos aparecieron los novios. Manolito venía vestido con un traje verde botella: «Uno se pregunta asombrado de dónde lo habrá sacado. Si se buscara con linterna un paño más horrendo que el que lleva puesto, no creo que en ninguna parte se lo encontrara». Venía sonriente, un poco en babia, como un niño embelesado que se va a casar con una princesa de cuento. La novia, en cambio, avanzaba de muy distinta manera, bruscamente, abriéndose paso con ademanes violentos. Cogió autoritariamente el brazo de su futuro esposo y se dirigió resueltamente con él a la capilla.

Así describía Carlos Morla el ambiente que reinaba en el interior del templo:

«La desorganización es completa y el revoltillo inenarrable: se habla fuerte, se cuentan chistes, hay empujones, codazos y veo un confesonario en el que se han metido varios chiquillos por falta de sitio, que se tambalea y amenaza venirse al suelo, en tanto que de él salen risas ahogadas. Edgar Neville se ha procurado un cirio largo con el que reparte discretos 'ciriazos' a uno y otro lado para restablecer el orden».

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Lo que más llamó la atención de los invitados es que la ceremonia se oficiara en una capilla sombría, no muy lejos del altar mayor que, por el contrario, brillaba rutilante de luces y estaba bellamente adornado de rosas blancas, claveles y azucenas, preparado para otra boda que, sin duda, se celebraría más tarde. El sacerdote ofició de manera rutinaria el santísimo sacramento, mientras Manolito estaba distraído. Parecía pensar en cualquier cosa menos en que se estaba casando. Después del sermón del cura, un amigo subió al púlpito e improvisó un divertido discurso que fue muy aplaudido.

Al concluir la ceremonia, los invitados se dirigieron a la sacristía. Manolo iba llamando uno a uno a los testigos. Así pasaron a firmar Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, José Moreno Villa, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén y el propio Carlos Morla. De repente, hete aquí que irrumpió el sacristán, muy nervioso y excitado. A grandes gritos intentó explicar a los sorprendidos testigos, todos ilustres poetas del parnaso patrio, que los novios se habían casado en un sitio equivocado, en vez de en el altar mayor que él llevaba toda la mañana preparando y adornando con esmero, aquel que los invitados veían lleno de cirios encendidos y exhuberante de flores. El sacristán se lamentaba porque veía todo su trabajo perdido. No me digan que la escena no es surrealista.

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Altolaguirre con Concha Méndez, Bernabé Fernández Canivell (arriba) y Manuel Carmona (abajo) en la playa en Málaga en 1932. ARchivo SUR

Donde se explican algunas curiosidades sobre Concha Méndez

La novia se llamaba Concha Méndez Cuesta. Se la había presentado Lorca a su amigo Manolo en el café Granja del Henar una víspera de San Juan del año 1931. A los pocos días, un dentista inexperto extrajo al malagueño una muela equivocada, desgarrándole la mandíbula y provocándole una infección. Concha lo cuidó a base de reconstituyentes, elaborados con huevos, leche condensada y naranjas. De esta manera surgió la chispa. Concha Méndez había sido novia de Luis Buñuel y era una de las conocidas como 'las sinsombrero', mujeres de ideas muy modernas y adelantadas a su época, que se ponían el mundo por montera. Salía a la calle vestida con el mono con el que trabajaba en la imprenta de Altolaguirre. No se recordaba haber visto en Madrid por aquellos tiempos a ninguna otra mujer que llevara pantalones. Contaba Manuel Carmona que a él siempre le había parecido «más mariquita» Altolaguirre que Prados, por su voz atiplada, aunque realmente lo que ocurría es que esta contrastaba con la de su mujer, que tenía «voz de sargento». Concha Méndez tiene hoy en Torremolinos un instituto con su nombre.

Manolito le propuso al cura repetir la ceremonia en el altar mayor, a lo que el sacerdote se opuso rotundamente. En fin, todos se divirtieron mucho. A la salida del templo, Juan Ramón Jiménez les tiraba monedas a los niños y les pedía que gritaran con él: «¡Viva la poesía! ¡Viva el arte!».

Concha Méndez explicaba en sus memorias que al entrar en la iglesia Manolo, quizá por los nervios, la condujo a un capilla lateral, pequeña y desierta, de manera que todos los invitados tuvieron que cambiarse de sitio.

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Los novios vinieron a Málaga a pasar el verano en la playa. Fue su especial viaje de novios. Se alojaron en la casa de sus cuñados Concha Altolaguirre y Porfirio Smerdou, que vivían en el Paseo de Sancha.

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