
Madrugada del 25 al 26 de abril de 1922. La ciudad dormía cuando las campanas de la Catedral comenzaron a doblar enloquecidas para despertar a los vecinos. En un abrir y cerrar de ojos, el edificio más emblemático de la ciudad, entonces epicentro de un buen número de dependencias administrativas y residencia de decenas de familias, se convirtió en pasto de las llamas. La Aduana ardía y el incendio devoraba a gran velocidad la parte superior, las buhardillas, hasta el momento refugio de decenas de trabajadores que prestaban sus servicios en la imponente construcción de finales del siglo XVIII.
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Los detalles de esta tragedia que se saldó con 28 muertos -entre ellos, familias enteras- han llegado a nuestros días y han sido objeto de numerosos estudios históricos, pero es repasando la prensa de la época cuando se comprende la verdadera dimensión de lo que ocurrió en aquellas jornadas atroces. Hoy, cien años después, los testimonios que recogieron cabeceras como 'La Unión Mercantil' y 'El Cronista' son el vivo relato del horror.
El hecho de que el incendio se declarara en torno a la 1.30 de la madrugada del 25 al 26 de abril dejó a la prensa sin margen para abrir sus ediciones del día siguiente. Fue el jueves día 27 cuando se multiplicaron los titulares sobre la catástrofe. 'ESPANTOSA TRAGEDIA', recoge a toda portada 'La Unión Mercantil' antes de entrar en los detalles de las primeras horas del suceso a lo largo de seis páginas de las doce con las que contaba. «Veinticuatro muertos- El incendio continúa- Manifestaciones de pésame». Seis primeros planos de algunos de los heridos en el incendio: algunos de ellos, con quemaduras por el fuego, pero la mayoría con fracturas graves porque ante el avance de las llamas decidieron arrojarse por las ventanas de las buhardillas.
Es el caso del niño Antonio Martín: «Tiene fractura de brazos y piernas, sufridas cuando a instancias de su padre se arrojó a la calle». O de José Cañamero, portero de la Aduana, «que ha visto morir junto a él a un hijo de 19 años y ha perdido en el incendio a su esposa y una hija». También Antonia Candiles, «madre del niño Antoñito, que se encuentra muy grave y con síntomas de enajenación mental». Miguel González, carabinero, aparece en la imagen inconsciente después de haber perdido «a dos hijos y a su padre». Y Antonio Fernández, en fin, «se encuentra gravísimo a sus 15 años a consecuencia de las lesiones sufridas cuando se arrojó por la ventana después de salvar a una mujer».
Los rostros de los supervivientes enmarcan el relato del cronista, «incapaz» -admite- de «escribir sobre la tragedia imponente». «En nuestra vida de periodistas jamás presenciamos nada más trágico ni más emocionante», arranca el periodista en un relato plagado de giros y más giros grandilocuentes sobre la catástrofe. «Para los que son padres, más comprensible será el horror de la tragedia al saber, como otros iguales a ellos, que tenían sus hijos, carnes de sus carnes y alegría de sus vidas, a los que despedían con besos eternos arrojándolos al espacio (...)».
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En efecto, saltar por los ventanucos de la buhardilla desde una altura que casi garantizaba la muerte, se convirtió en la única salida para evitar el otro destino seguro, el de las llamas. En los momentos primeros de la tragedia, los periódicos también hacían conjeturas sobre las causas que habían desencadenado el incendio, y a pesar de que cien años después no existe una tesis confirmada al cien por cien, las investigaciones confirmaron que el fuego se desencadenó en la esquina superior del edificio que daba al Parque, junto a la vivienda número 9, y que en un puñado de horas todo quedó reducido a escombros. Los materiales inflamables (madera en la parte superior de las buhardillas), las nulas condiciones de seguridad -sobre todo en esa zona en la que vivían casi hacinadas más familias de la cuenta- y la incapacidad de los bomberos para hacerse con el control de la situación generaron las condiciones para la 'tormenta perfecta'.
Precisamente a los bomberos dedican las crónicas los textos más duros de esas primeras horas de impotencia a los pies de la Aduana: «Un cuerpo muy a propósito para redoblar y tocar saetas y lucir airosos cascos en las procesiones de Semana Santa. Para eso no lo costea la ciudad, ni mucho menos para la práctica de ridículas maniobras. Aún nos parece verlos exhibiéndose subiendo a lo alto de una escala que ahora no sirve para nada, provistos de una bomba para arrojar un ridículo chorrito de agua». Y añade la crónica: «A quienes han tolerado eso, y han dejado que las mangas estén picadas y la escala no funcione es a los que hay que culpar». Pronto esas acusaciones, y la indignación de la ciudad, hicieron diana en el alcalde de la época, Narciso Briales Franquelo, que fue abucheado por la muchedumbre, enloquecida por el espectáculo, nada más poner el pie en la Aduana para seguir en directo los trabajos de extinción y rescate de las víctimas.
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La crónica incluía, además, un detalle que contribuyó a encender aún más los ánimos: «Hace algunos años hubo ya un principio o conato de incendio en el último piso de la Aduana y entonces se habló mucho de ver el modo que desapareciesen de allí las viviendas, que podían suponer un peligro». Sin embargo, no se hizo nada y en la madrugada del 25 de abril fueron las familias trabajadoras de la Aduana de ese último piso las que se llevaron la peor parte.
En la primera jornada, el saldo de víctimas creció a la misma velocidad que el fuego: primero ocho, luego cuatro más... y así hasta llegar a las 24. «Brazos, piernas, trozos de muslos, costillas, todo convertido en carbón», se recrea el cronista. «Los primeros cadáveres, si así se puede llamar a montones informes de carne carbonizada, fueron colocados en 12 féretros, tres de ellos blancos para otros tantos niños, y conducidos a hombros de vecinos que se disputaban el puesto hacia el Cementerio de San Miguel». El resto de los heridos se repartieron entre el cercano Hospital Noble y el Hospital Civil.
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Con la tragedia ya en boca de todos y en las portadas de los periódicos de media España, las manifestaciones de duelo dejaron a la ciudad paralizada. «Ayer todavía quiso ensañarse más la desdicha, y debajo de ladrillos y astillas y piedras y papeles fueron hallados dos cadáveres más», arranca la edición del viernes de 'La Unión Mercantil'. El saldo de muertos, con los 24 de la primera jornada, ascendía a 26 y aún habrían de sumarse dos más. Entre ellos hubo familias enteras, tal y como recoge la cabecera en su edición del día siguiente: a pesar de que en algunos documentos históricos se destaca el nombre de Andrés Arce, portero de la Diputación, como el ejemplo de familia devastada al perder a todos sus miembros, en las crónicas de la prensa del día se hace referencia a él como Andrés Márquez, muerto junto a su mujer Ana García Moreno, sus seis hijos, su cuñada María y los hijos de ésta. También pasó a la historia del incendio el portero de Hacienda Diego Peña, que falleció junto a su mujer Isabel Sánchez y sus tres hijos. O José Cañamero, fotografiado herido en la portada del día anterior, que vio morir a su hijo de 19 años cuando ambos se arrojaban al vacío y que perdió en el incendio a su mujer y otra hija. «Esos desgraciados -añade la crónica tras el listado con nombres y apellidos de las 28 víctimas- pertenecen a seis familias de las trece que ocupaban la parte alta del edificio». Esa zona, la de buhardillas, era la más modesta, mientras que en los bajos y en la primera planta las viviendas estaban reservadas para los altos funcionarios de la Aduana, en aquella época el corazón administrativo de la ciudad. De hecho, en el incendio no sólo se perdieron vidas; también quedaron arrasadas las oficinas del Catastro y el Archivo de Hacienda, Propiedades e Impuestos, con todos los documentos que había en su interior.
Y otro detalle inquietante por el carácter de vaticinio que tuvo: «No ha dejado de comentarse la casualidad -recoge el artículo- de que la última Junta o acto oficial que se llevó a cabo en el edificio de la Aduana fue la Junta de Teatros, en la que se habló de la necesidad de prevenir los incendios y de los horribles efectos que estos puedan causar, por lo cual todo rigor es poco». Unas horas después, era la Aduana la que ardía dejando en evidencia esos «horribles efectos».
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Cuatro días después de la tragedia, y tras haber llenado páginas y páginas con las causas y los efectos del devastador incendio, llegaba la hora de los testimonios de los supervivientes. En su edición del domingo, 'La Unión Mercantil' llevaba a su portada una enorme fotografía del niño José González Cabello, en la imagen con la mirada perdida y sentado sobre las rodillas del redactor de sucesos de la cabecera, Pepe Ramis.
El pequeño, de 11 años, se había arrojado desde una altura de 30 metros para esquivar las llamas y resultó milagrosamente ileso. Hijo del carabinero José González, vivía en las buhardillas de la Aduana con su padre, su madre, sus abuelos y sus dos hermanas. «Ante el dilema de que pereciesen achicharrados -arranca la crónica-, y después de ver desaparecer al anciano entre las llamas, el padre fue colocando a sus hijos en la cornisa de la ventana interior (…). Aquellos niños, paralizados por el terror, cayeron a la calle empujados por su propio padre, cuando a éste ya las llamas lo reducían a la impotencia. Sólo hubo providencia para uno de estos seres inocentes». Para el niño Pepito.
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El menor lo recuerda todo perfectamente: «Verá usted -le explica al periodista- yo estuve levantado hasta tarde haciendo unos ejercicios que tenía que presentar en el colegio el miércoles, y cuando los terminé me mandó mi madre a por mi hermana mayor (17), que estaba en el Colegio de las Teresianas (…). Al regresar nos acostamos, estábamos ya dormidos, cuando mi padre nos despertó a todos, diciendo que había fuego y que nos vistiésemos».
La madre y la abuela, una «anciana impedida», lograron salir, pero ellos se quedaron rezagados con el padre, que trató de salvar algo de la poca ropa que tenían. En unos minutos, la escapatoria ya era imposible. «Mi padre cogió a la pequeña (7) en brazos y mi hermana me cogió a mí de la mano. Mi abuelo venía detrás, pero cuando llegamos a la escalera ya estaba ardiendo y se había hundido. Se oían gritos por todas partes (…). Nos asfixiábamos y nos fuimos a la ventana. Mi abuelo no llegó allí, no lo vi más», relata el niño.
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En la caída murieron sus dos hermanas, Pura y María, y el padre quedó gravemente herido. «Vi a mi hermanita dar con los alambres y cerré los ojos, apoyando los pies en la pared para coger vuelo y caer en la manta que sujetaban los hombres en la calle. Cuando caí, estaba atontado y me llevaron al café de enfrente, donde estaba mi madre (…). Me dio mucha alegría ver a mi papá, que me dio un beso en la frente antes de que se lo llevaran al hospital». El carabinero, muy grave, logró salvarse de la tragedia. También la mayoría de los residentes en las viviendas de la zona inferior de la Aduana, que ocupaban las dependencias mejor acondicionadas.
Tras el incendio, el Ayuntamiento de la ciudad acordó una investigación sobre lo sucedido, una cuestación popular para ayudar a las víctimas y el compromiso de un presupuesto extraordinario para mejorar las condiciones en las que trabajaban los bomberos. La reconstrucción de la Aduana comenzó pocos meses después del aquel fatídico 25 de abril, pero las heridas en el ánimo de la ciudad tardaron mucho más en cerrarse. Hoy, 100 años después y con la Aduana convertida en el museo de la ciudad, las buhardillas de ese edificio imponente siguen conservando la memoria de aquella madrugada atroz, cuando las campanas de la Catedral despertaron a la ciudad dormida.
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