El sábado pasado compartí en esta página el diálogo que mantuve con Laia en torno a la soledad. Ahora vuelvo a llamarla por teléfono para ... dar un paseo. Dice que esta mañana se ha levantado temprano. Después de arreglarse le ha dado pereza ponerse los calcetines y se ha vuelto a meter vestida en la cama. Resalta los beneficios de la pereza y sospecha que esa cómoda desgana influye en el comportamiento social. No le gusta acudir a bodas ni otros festejos familiares. Yo comparto sus manías, ella lo sabe. Me siento incómodo en las galas y ceremonias; pero soy feliz compartiendo el jardín secreto que otros han cultivado. Me refiero a la creación artística. Acudo a determinados actos públicos por compromiso, aunque cada vez me prodigo menos. Me atraen las salas vacías de los museos y estar a solas con la obra de arte. Igual que me hechizan las sombras fantasmales que atraviesan los claustros de los monasterios. Nunca siento claustrofobia en esos lugares.

Publicidad

Imagino a Laia descansando en la cama con los ojos abiertos mientras yo sigo dando vueltas a las ventajas e inconvenientes de la soledad. Laia dice que la sensación de soledad aumenta con el paso de los años. Afortunadamente, la edad también permite elegir con qué y con quienes pasar el rato. Los amigos saben que no suelo aparecer en las tertulias y disculpan la ausencia. Al cabo de tanto tiempo, nos vamos conociendo. Además está bien perderse porque el reencuentro nos hace más ilusión. Estoy aprendiendo a compartir la vida desde la distancia, un sentimiento que guarda relación con el existencialismo y también con los amores platónicos de la vida cotidiana.

Salgo a la calle pensando en la pereza de Laia y los calcetines. Mi padre no consentía que me acostara con calcetines. Eran otros tiempos, cuando la vida era un mapa mudo. Poco a poco, he ido poniendo nombre a las cosas; una actividad curiosa, porque tampoco me gustan los bautizos. Supongo que todo consiste en arrancar, salir del estancamiento, adaptarse a las situaciones y ser capaz de pasarlo bien. No sé por qué relaciono esto último con el mapamundi que Laia me regaló hace años y tengo colgado en la pared de casa. Cada vez que regreso de un viaje rayo la superficie con la uña para revelar el nombre del lugar que acabo de conocer. Los rasguños permiten descubrir los colores del mundo. Así suele pasar con las relaciones personales. Vamos arañando la superficie, la piel que todo lo envuelve, hasta desnudar los sentimientos.

Salgo a pasear solo y sin Calcetines; así llamaré a Laia a partir de hoy. La próxima vez que nos veamos, le contaré cómo funciona la vida por dentro. Le hablaré de Scratch Map y no me sorprenderá oírla decir que precisamente por eso me lo regaló.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad