El hombre sereno
CRUCE DE VÍAS ·
Acudía a todas las llamadas no sólo para abrir portales sino también para restablecer la tranquilidad, el silencio y prestar ayudaDesde siempre me han llamado la atención las puertas. El misterio que ocultan y la vida que enseñan. Cuando tenía cinco o seis años quería ... ser sereno, como el hombre que pasaba las noches paseando por las aceras del barrio con un manojo de llaves. Cuando llegábamos tarde a casa, mi padre gritaba su nombre o hacía sonar las palmas un par de veces y enseguida surgía de la oscuridad. Abría el portal del edificio, nos deseaba las buenas noches y seguía paseando por las calles vacías de la ciudad dormida. En ocasiones, charlaba un rato con mis padres y contaba anécdotas que le habían sucedido a lo largo de los años. Recordaba intentos de robo, fiestas descomunales que impedían dormir al vecindario, reyertas, muertes y nacimientos, accidentes, personas sonámbulas que andaban como fantasmas, borrachos que no encontraban la puerta de su casa, relaciones amorosas que cobraban vida o se extinguían en el umbral de cualquier portal. El sereno acudía a todas las llamadas no sólo para abrir portales sino también para restablecer la tranquilidad, el silencio y prestar ayuda. Curiosamente era un hombre bastante mayor, al menos eso me parecía entonces, bajo de estatura y no daba la impresión de ser fuerte; sin embargo transmitía seguridad y confianza. El barrio entero lo quería como si formara parte de una gran familia.
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No pude ser sereno porque el oficio desapareció antes de que yo tuviera edad de trabajar. La otra noche volví a la casa de la infancia. Me decepcionó ver que ya no estaba el gran portal de madera sino uno de cristal mucho más pequeño. Los vecinos lo abrían con su propia llave o llamaban al portero automático. Yo estaba quieto delante del balcón de mi antiguo hogar y los inquilinos que entraban y salían del edificio me miraban de soslayo con cierto recelo. Fue como si el barrio se hubiera desintegrado y nadie se conociera ni tuviera interés en conocerse. Por un momento, me pasó por la cabeza llamar al sereno y aplaudirlo, pero no lo hice, creo que nadie lo hubiera comprendido. Lo más probable es que alguna voz anónima me obligara a callar desde cualquier ventana, como pasa actualmente en casi todas las ciudades de Europa. Luego seguí andando en silencio hacia el hotel donde estaba alojado. Al doblar el chaflán de calle Diputación me pareció ver a lo lejos la silueta de un hombre con bastón, llevaba en la mano una linterna que enfocaba los rincones más oscuros y un manojo de llaves en el costado como si fuera un revólver. De pronto, hizo sonar el silbato y gritó: «¡Las doce en punto y serenooo!». Al cruzarnos, le di las buenas noches y él se detuvo para estrecharme la mano y quejarse con tristeza: «Hoy todo el mundo me toma por el pito del sereno».
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